La importancia de creerse el mejor
El Balón de Oro y el destello de su metal son el símbolo perfecto de una generación, la de Lamine Yamal, convencida de que sentirse el número 1 es imprescindible para llegar a serlo


Lamine Yamal creció viendo los vídeos de Neymar. Un jugador que, pese a su narcisismo, nunca se vio a sí mismo como el número 1 porque, entre otras cosas, le tocó vivir bajo la sombra de Messi en sus mejores años como futbolista. Lamine, contaba Juan I. Irigoyen este lunes, no tenía que esperar a los resúmenes del domingo para disfrutar de su ídolo, como le ocurría al argentino 20 años antes como Pablo Aimar. Corría a la habitación de la casa de su abuela a ver las imágenes en Youtube del brasileño y se iba al parque a reproducir sus jugadas. “Intentaba copiarlo. Y me salía siempre a la primera”, contaba sin rubor. Uno sonríe, piensa, claro, te salían porque en el parque de Rocafonda no estaban Marquinhos, Varane o Sergio Ramos. El problema para el análisis exprés es que luego, cuando se los encontró, o a jugadores de esa misma talla, le salió igual de bien.
Creerse el mejor, el número 1, casi nunca fue un buen negocio. La vanidad, la arrogancia, la chulería, iban siempre asociadas a un carácter difícil, egoísta. Creerse el mejor, en el mundo que ya hemos dejado atrás, no estaba justificado ni cuando eras el mejor. La contención, la modestia, el trabajo duro y discreto formaban parte de los valores protestantes que se propagaron silenciosamente durante el siglo XX, pero también de todas las fábulas sobre las que se edificó la identidad de aquel tiempo. La cigarra, la hormiga. Pero en el mundo de las redes sociales, donde el relato es el principio sobre el que se construye la nueva realidad, sentirse el número 1 es imprescindible para llegar a serlo. O para parecerlo, que es ya casi lo mismo.
No hay mejor símbolo de esta era excesiva, fugaz, kitsch, como dice el filósofo Lipovetsky, que el destello del oro. La ostentación, el Trap, Tik-Tok, Trump y su torre dorada. Lamine, el show con el número 10, el séquito en París para recibir noticias del Balón de Oro (que en realidad es de latón). Todos pertenecen a una época donde la exhibición del triunfo es el medio en el que se expresan. Mostrarse distinto es fundamental para llegar a serlo. A mi manera, titulaba su documental Carlos Alcaraz. O sea, no soy Rafa Nadal, cuidado, soy yo. Y hago lo que considero oportuno con mi vida, no lo que digan vuestros viejos cánones sobre el trabajo, boomers.
El Balón de Oro, el esplendor de su gala en la Rive droite de París, y lo que representa ya en la obsesión secreta de los individuos de un juego colectivo, se ha convertido, después de 70 años, en un símbolo perfecto de toda esta coreografía del éxito. Por eso al Real Madrid, tan ocupado siempre en descifrar y liderar su tiempo, en construir su propio relato histórico, no se le ha pasado todavía el cabreo por lo del año pasado.
Pero ahí estaba Rodri, que le saca 11 años a Lamine, mostrando cómo se hacía antes. Y, en esta ocasión, Mariona Caldentey, impresionante jugadora del Arsenal encaramada al podio, tímida, modesta. Quizá demasiado, le han dicho en su entorno antes de que haya cambiado de agencia comunicación. O Pedri, viendo la gala en el sofá de su casa, quizá el jugador más en forma en este momento, que si fuera por ahí haciéndose propaganda, igual le darían tres o cuatro.
El segundo cuarto del siglo XXI se fundamentará en la lucha del ser humano por distinguirse de la Inteligencia Artificial, por demostrar que sigue siendo útil. Y a veces conviene convencerse a uno mismo para lograrlo. Ser Lamine antes de Lamine. Sin compás de espera, de Rocafonda a París, de la mano de su abuela, a una velocidad de vértigo. ¿Y si lo que parece arrogancia fuera solo la confianza necesaria para hacer cosas imposibles, como aquella pluma de Dumbo? La duda con Lamine, aunque no haya ganado esta vez, no es si será el mejor, sino cuánto tiempo será capaz de serlo.
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