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Para Jonas Vingegaard, el camino comienza en Santiago

El ciclista danés del Jumbo, ganador del Tour de 2022, inicia su ruta hacia París en la plaza del Obradoiro, donde termina el domingo la prueba ciclista por etapas gallega O Gran Camiño

Vingegaard, ganando de amarillo la etapa de Hautacam del pasado Tour.
Vingegaard, ganando de amarillo la etapa de Hautacam del pasado Tour.YOAN VALAT (EFE)
Carlos Arribas

Llevando la contraria a los peregrinos que se hacen sabios caminando, Jonas Vingegaard iniciará su ruta hacia los Campos Elíseos donde todos la terminan, en la plaza del Obradoiro de Santiago. El ciclista danés correrá solo cuatro pruebas por etapas, 27 días de competición, antes de comenzar el Tour el 1 de julio en Bilbao con el dorsal número 1 de ganador en 2022. Tres de ellas, la París-Niza, en marzo, la Vuelta al País Vasco, en abril, y la Dauphiné, en junio, tienen el atractivo de su valor histórico, de su importancia, de los rivales con los que se encontrará, con Tadej Pogacar en Niza, con Enric Mas en la Itzulia, con Egan Bernal, quizás, en la Dauphiné. La cuarta, que es la primera que disputa –desde hoy, jueves 23, hasta el domingo—posee el sex appeal de lo misterioso, de lo desconocido y brumoso, y sus rituales y conflictos. Es O Gran Camiño, en Galicia, claro. De Lugo a Santiago por cuatro caminos que se bifurcan y confluyen en la catedral, como siguen rutas diferentes y confluyentes los ciclistas que piensan en el Tour.

La ruta gallega, que celebra este año su segunda edición –y en la primera alcanzó Alejandro Valverde su última victoria profesional–, es la hija de Ezequiel Mosquera, exciclista romántico, podría decirse, melancólico y un poco mitómano del Señor de los anillos para quien Galicia, su tierra, es la verdadera Tierra Media, dura, bucólica y mágica como las nubes que brotan de la hierba y esconden los eucaliptos, sus leyendas, y de buen vivir, y él es un elfo celta, Legolas, hoja verde, precisamente. Cuando empezó con el ciclismo, ya mayor, Mosquera salía a entrenarse después de dejar la sierra en el aserradero de la familia, y trabajaba tan cuidadosamente que conserva los 10 dedos, todo un símbolo, y en el manillar de la bicicleta en vez de un cuentakilómetros colgaba una brújula. Y cuando le veían llegar así orientado sus compañeros de grupeta, temblaban, pues sabían que acabaría metiéndoles por montes y veredas desconocidas, que se perderían, que echarían seis, siete horas y no sabrían dónde acabarían, ni cómo, solo con la brújula para orientarse, sin GPS ni Google Maps, que no existían. Por esas veredas quiere Mosquera ahora que se pierda Vingegaard, elfo vikingo de ojos claros y tez pálida, el más melancólico de los campeones ciclistas, el único que se niega a dejar de vivir en su pueblo, Glyngore,1.200 habitantes en la costa norte danesa, sus raíces, lejos de tantos y tantos corredores que buscan en Andorra y Mónaco beneficios fiscales y vida gregaria. No concede ni un segundo de su vida al cultivo de la fama y solo se aleja de casa para competir y para sumergirse en la disciplinada y muy estructurada vida de equipo en el Jumbo durante sus repetidas concentraciones en Tenerife, a más de 2.000 metros, en el Parador de las Cañadas del Teide, entre carrera y carrera, y un apartamento en Málaga para su mujer e hija en el invierno, tan oscuro cerca del círculo polar ártico.

Vingegaard lleva una vida monacal y controlada, monótona como la de todos, que encuentra en la carretera su punto de fuga, en las comarcales gallegas, donde nunca brilla el sol, donde se espera hasta nieve y hielo, hoy en Lugo, sin una recta, una carrera pegada a la tierra y a la cultura que de ella emana, y la religión y las gentes que la poblaron, nada que ver con las pasteurizadas carreras de inicio de temporada en territorios deshabitados, como la península arábiga, por los que nunca rodó una bicicleta, desierto, viento y calor abrasador, ciclismo casi virtual, de Zwift en casa. El cálculo económico de Mosquera, y también el de Pascual Momparler, el inventor de la Clásica de Jaén y sus olivos, es secundario al deseo de dar otro sentido al ciclismo.

El camino de Lugo sale del adarve de las murallas romanas, por donde los lucenses miden los pasos de sus paseos en sus teléfonos móviles, y termina en Sarria, no muy lejos a vuelo de pájaro, pero, con los rodeos que se da, y el paso por Incio y su iglesia románica de mármol y sus mil cuestas, llega hasta los 188 kilómetros. La segunda etapa, la de Pontevedra, el viernes, termina con un viacrucis en el monte Trega, donde la ermita de Santa Tecla (en castellano, Trega en gallego) de Iconio, en Anatolia, mártir y amiga de Pablo de Tarso, cerca de A Guarda, el gran mirador desde donde se ve al Miño muriendo en el mar, donde los marineros encendían un Facho (una hoguera) como faro y donde el arqueólogo Mergelina excavó un gran castro galaico. La tercera, en Ourense, viaja hasta las cicatrices del gran incendio de Valdeorras, hasta el alto do Castelo de Rubiá, el final de la etapa reina. La última, una contrarreloj hasta la catedral de Santiago.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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