El día en que falló todo en Gerard Piqué
Dijo Míchel hace poco que un amigo suyo le dio en una ocasión un consejo: en el fútbol siempre te sobra un año, y es mejor que ese año lo elijas tú
A Gerard Piqué, como a Barack Obama y a Usain Bolt, también lo descubrí yo. O, más exactamente, di cuenta de sus potenciales. La historia de cómo desde Sanxenxo vi venir a Obama y a Bolt es larga y prolija. En cuanto a Piqué, lo empecé utilizando en el año 2006 como pivote de mi centro del campo con el Real Zaragoza en el Pro Evolution Soccer; de allí lo desplacé a la defensa tras fichar a Essien (con Piqué al mando de la defensa, Essien barriendo el centro del campo y Kalou como animal asesino en el ataque, inspirándome en las tácticas entrañables de mi maestro Víctor Espárrago, aquel Zaragoza ganó dos Champions) y supe pronto que había un central de jerarquía, alguien llamado a marcar una época. Sólo quienes estuvimos muchos años de nuestra vida colgados del juego de una videoconsola sabemos el fortísimo lazo de unión que podemos llegar a tener con jugadores a los que manejas varias horas al día y todos los días, de tal modo que una noche llegué a soñar con Castolo, que ni siquiera existe.
Piqué fue mío, fue de aquel chico de 28 años que vivía en un pequeño piso del barrio de San Antoniño de Pontevedra con su novia, un perro llamado Cote y un gato llamado Bruno que se llevaban tan mal, y era tan divertido verlos, que muchos días no salía de casa con tal de quedarme con ellos; que la vida devolviese a Piqué al lugar de donde salió, Barcelona, significándose como mascarón de proa del antimadridismo, el equipo de mi infancia, es el mejor mensaje que recibí sobre lo perjudicial que puede ser jugar muchas horas a la consola. ¿Incitadores de violencia, los videojuegos? Qué va. Desgarradoras rupturas sentimentales, más bien. Me quedó la satisfacción de saber que Guardiola sacó del Piqué real tanto como lo que yo había sacado en Zaragoza del virtual, y lo convirtió en un defensa histórico, un central de leyenda.
Un jugador siempre pierde todos los títulos. No hay nadie que no haya perdido alguna vez algo, incluso un año es casi imposible no perderlo. Piqué, que lo ganó todo, consiguió un año, el del sextete, irse de vacaciones sin perder absolutamente nada. Decía Míchel hace poco que un amigo suyo le dio en una ocasión un consejo: en el fútbol siempre te sobra un año, y ese año es mejor que lo elijas tú. Piqué lo ha elegido dos meses tarde, y el retraso -es difícil calcular estas cosas, más aún personalizarlas- pudo haberle costado al Barcelona seguir en Champions. Pero en esa imagen de Piqué ante el Inter deambulando en el fondo de su defensa, rompiendo la línea del fuera de juego que manda ordenar él, y abriendo los brazos en plan “dejadla pasar, ya es nuestra” está lo más desapacible y a la vez hermoso de este deporte; el segundo exacto en el que falla todo, y no por falta de calidad ni de forma física, sino porque de repente te has hecho mayor para el fútbol de élite: te abandona la intuición, tienes una confianza que no es tal, has olvidado el primer instinto de un defensa: el instinto de supervivencia y protección, y al marcar el gol el Inter no entiendes aún lo que ha pasado, que es la pregunta que nos hacemos los que creemos tener todo controlado en la vida y nos encontramos, cada hora, debajo de un camión distinto.
Yo dejé la consola varios años después por razones parecidas: ni los dedos ni la cabeza me iban tan bien como cuando era joven y todo estaba por ganar. A mi manera, también dejé pasar balones que creía que eran de mi portero. Pero tengo un ojo puesto en las novedades de la PlayStation: en cuanto salga un juego con el que convertirme en empresario o presidente de club, lo mismo vuelvo para reencontrarme con Gerard Piqué, a quien tanto quise y a quien tantas derrotas deseé.
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