Álvaro Robles, de ‘patito feo’ a los Juegos Olimpicos: “Estuve muchos años sin saber por dónde tirar”
El jugador de tenis de mesa se tuvo que ir a Alemania con 21 años para ser profesional
“Soy Álvaro Robles, de tenis de mesa”, le dice Álvaro al encargado de seguridad del Centro de Alto Rendimiento (CAR) para que le abra los tornos. “Ellas vienen conmigo”, añade señalando a la periodista y a la fotógrafa. Es viernes, son las cinco de la tarde y salvo en el pabellón de bádminton, no hay un alma en las instalaciones. Álvaro lleva en las manos las llaves para acceder a la sala de tenis de mesa: el lugar más fresco del CAR, pues está en una especie de sótano debajo de la pista cubierta de atletismo al que se accede bajando unas escalares. Fuera debe de hacer 10 grados más.
Hay ocho mesas azul chillón y el suelo rojo igual de chillón; colores elegidos para que se diferencien de la pelota que es blanca. Álvaro (Huelva, 30 años) enciende todas las luces y enseña la que es su casa desde hace tres años. El CSD construyó este espacio de 750 metros cuadrados por empeño del deportista español que se acaba de clasificar para los Juegos de Tokio. Antes, los jugadores se entrenaban en una zona multiusos en la que tenían que quitar y poner las mesas cada día y sin la iluminación idónea. Robles es el tercer español —no nacionalizado— que se clasifica para la cita olímpica después de Alfredo Carnero (Pekín 2008) y Carlos Machado (Londres 2012).
“He sido un dolor de cabeza para la Federación… a veces me escuchaban y otras muchas no”, dice reconociendo que se puso muy pesado con este tema. Lo hizo para que la captación de talentos se hiciera con tiempo y para que los jóvenes que empiezan tuvieran el sitio adecuado para desarrollarse, crecer y mejorar. Él tuvo que irse a Alemania con 21 años, sin nada en el bolsillo y sin saber una palabra de alemán. Alemania es la tierra prometida para cualquier jugador de tenis de mesa, uno de los países punteros en este deporte. Álvaro se fue allí para ser jugador profesional; de lo contrario, no hubiera llegado. Por falta de infraestructura, compañeros de nivel y sistema de trabajo. Desde que se fue, dice, no hubo ni un solo día en que no se despertara pensando en su sueño: clasificarse para los Juegos. Lo ha conseguido en un deporte que tiene 12.570 licencias (hace 20 años apenas superaban las 5.000).
Aterrizó en Ochsenhausen, un pequeño pueblo de 8.000 habitantes en Baviera. Hizo piña con un croata, franceses, ingleses, brasileños. “Todos los que estábamos allí, fuimos con el mismo objetivo”. Mejorar. 7.000 euros era el coste anual del centro. Él ganaba el primer año 300 euros al mes… El salario mínimo (20.000) empezó a cobrarlo cuando subió a la liga de Primera División. “Me costó mucho al principio sentirme parte de ese grupo porque era el peor, había gente de mucho nivel, mucho más que el mío. Había incluso un coreano que había sido campeón olímpico en Atenas 2004. Yo estaba fuera de lugar y me costó dos años sentirme parte de ese grupo. Me quedé seis años allí, a partir del tercero fue la leche”, cuenta en la sala desierta del CAR a las 5 de la tarde. Se vacunó por la mañana y la preparadora física le aconsejó descansar un par de días para que el sistema inmune, que ya lucha contra el bicho, no se debilite.
“En Alemania era uno más”
¿Quién le ayudó a no tirar la toalla esos dos primeros años? “Un entrenador con el que todavía sigo en contacto, fue mi guía ahí. Tenía la capacidad de leerme la mente y en cada momento me decía justo lo que necesitaba para ese momento. Daba con la tecla. Me preguntaba: ‘¿cuál es tu identidad? Te hacía pensar, quería que yo cogiera confianza de quien era, de donde venía y porque estaba allí”, responde. “Todos los demás tenían camisetas de su sponsor, yo no tenía patrocinador, iba a entrenar con lo que tenía. Él tiró de contactos y me consiguió un montón y me las regaló. Me llevaba a comer, me escuchaba. Valoro mucho lo que hizo porque los primeros fueron años sin resultados, eran años de sólo trabajo y entrenamiento, de intentar ocupar una posición, de hacerme un sitio. Los resultados han llegado en estos últimos 3-4; los demás fueron de estar un poco perdido, de mucha búsqueda, de ensayo-error, de no saber por dónde tirar. Y cuando las cosas ya te empiezan a salir bien parece que las cosas malas se borran, no sé muy bien por qué”, reflexiona.
Aprendió técnica y táctica a base de trabajo, horas y horas de entrenamiento, sin que nadie le explicara que era una “inversión de esfuerzo”, como lo llama, y que algún día recogería los frutos. La primera recompensa llegó en forma de plata mundial (primer español de tenis de mesa que lo consiguió) en dobles en 2019. Y ha llegado también en forma de clasificación olímpica. Este ciclo lo ha preparado casi por completo en el CAR de Madrid.
“En Alemania tuve un intensivo de mucho entrenamiento, de empaparme de todo. Pero allí era uno más, me usaban por decirlo de alguna manera. Era un sparring para los jugadores buenos de allí. El objetivo de venir al CAR de Madrid era utilizar aquí a mi favor todo lo que aprendí allí”, explica al mismo tiempo que asegura que en Alemania, por ejemplo, no había fisios, ni un psicólogo. Aprovechó cada viaje a España para reunirse con el director deportivo de la Federación.
“Le trasladaba inquietudes para implementar en Madrid todo lo mejorable que yo veía en Alemania. Al final por mi insistencia, ambición y por ser muy pesado se está haciendo con los más jóvenes lo que llevaba un tiempo pidiendo. Cogerlos desde más pronto para que vengan a un centro de alto rendimiento, enseñarles que el principio es duro, que tienen que compaginarlo con los estudios y que no tienen tiempo para nada más. Educarles para que cuando tengan 17-18 años ya estén mentalizados de lo que les espera, para por lo menos que sepan lo que hay. Yo nunca lo supe, de saberlo y de tener un centro así, con una planificación, habría ganado mucho tiempo”, confiesa.
Álvaro, que será padre en septiembre, dice que lleva desde los 15 años sin saber lo que es cogerse un mes de vacaciones. El mayor capricho que se concede es desconectar 2-3 días después de meses muy intensos de entrenamiento. “Para resetear, para que el cuerpo regenere porque si no empieza a no funcionar la máquina, físicamente empiezas no estar tan preciso, la exigencia no la puedes seguir y mentalmente te quemas”.
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