El tiempo muerto de Charles Thomas
El exbaloncestista del Barça, dado por desaparecido desde 1980, recibe a EL PAÍS en un asilo para discapacitados de Texas donde reside tras una vida a la deriva “rota” por una lesión
La prensa le llamaba La Pantera Negra. A finales de los años sesenta, no había muchos jugadores afroamericanos en la liga de baloncesto española y, menos aún, capaces de los saltos felinos de Charles Thomas. Aquel alero texano de dos metros y un centímetro era una de las estrellas del Barcelona hasta que, ya a mediados de los setenta, la rodilla izquierda le hizo crac durante un partido contra el Real Madrid. A partir de ese día, La Pantera Negra dejó de saltar como antes y empezó a caer. A escapar y borrar el rastro. Charles Thomas se convirtió en un fantasma.
Hace 40 años, el dos veces máximo anotador de la liga española desapareció dejando atrás familia y amigos, una mochila de deudas y otra aún más pesada de frustración, culpa y vergüenza. Sus últimas huellas se perdieron a principios de los ochenta, entre rumores que lo daban por muerto en una pelea a navajazos en Nueva York o por una sobredosis en un callejón de México. Hasta que hace un par de semanas, un excompañero del Barça, Norman Carmichael, recibió una llamada desde una clínica de la ciudad de Amarillo, al norte de Texas. La Pantera Negra no estaba muerta, estaba tomando sopa caliente en un geriátrico.
Sentado en una silla de ruedas con una mantita de cuadros sobre las piernas, Thomas (74 años) atiende a EL PAÍS en la primera entrevista desde su resurrección. “Mi amigo me contó esas historias sobre que estaba muerto... A la gente le gusta mucho hablar. Nunca he estado metido en las drogas. Solamente fumo tabaco”.
—¿Por qué tardó tantos años en avisar a alguien?
—Salí a dar un paseo, pero ya estoy de vuelta.
El fantasma ha regresado del limbo para hacerse carne y hueso de nuevo. Ha sido un paseo largo y sinuoso. En un momento de la entrevista, Thomas levanta la manta que le cubre las piernas y aparecen dos muñones debajo de las rodillas. “Fue por el frío”, explica antes de taparse otra vez con la manta. El invierno en Texas puede durar hasta cinco meses y Thomas vivió en la calle muchos años. “Es como vivir dentro de un frigorífico. Sientes como si tus piernas fueran cubos de hielo”. Todo se complicó más cuando pisó por accidente un clavo oxidado mientras trabajaba de carpintero arreglando tejados. Cuenta que los doctores que le amputaron le dijeron que fue por “la enfermedad del clavo oxidado”.
—¿Alguna vez sueña que vuelve a jugar al baloncesto?
—A veces. Pero desde que me rompí la rodilla nunca sueño que salto de nuevo.
Thomas habla despacio y de vez en cuando intercala alguna palabra en el castellano que aprendió en sus casi 10 años en España. Cuando dice “rodilla” se disculpa por no ser capaz de pronunciar bien la erre. “He perdido algunos dientes por el camino”. No recuerda cuándo. Tampoco cuántos años pasó en la calle.
Para fijar la época en que le amputaron las piernas pregunta por la muerte del papa Juan Pablo II. “¿2005?”. Desde entonces ha estado ingresado en esta clínica de Amarillo gracias a un subsidio para personas discapacitadas sin recursos. Su relato hasta llegar aquí vuelve a estar lleno de huecos. Thomas habla de regresar de España y quedarse atrapado en el aeropuerto de Nueva York porque “había perdido la documentación”. Habla también de pasar varias veces por la cárcel en Los Ángeles: “Dos días”, “una semana”, “tres meses”. De volver a casa de un primo en Uvalde, el pequeño pueblo texano donde nació, bajar a México y subir otra vez a Texas.
—¿Estuvo en contacto con su familia durante estos 40 años?
—Al principio. Después crucé la barrera en que nadie ayuda a nadie.
El teléfono de Clifford Luyk
Durante el partido que lo cambió todo, aquel noviembre de 1974, el defensor de Thomas era Clifford Luyk, una de las leyendas históricas del Real Madrid, que ganó 14 ligas y seis Copas de Europa en sus 16 temporadas de blanco. Aún no había acabado el primer tiempo cuando Thomas recibe el balón en el poste. Tras una finta, marca los pasos antes de saltar a canasta. Luyk no pica en el engaño. Aprieta la defensa y justo antes de saltar se produce el momento fatídico. Rodilla contra rodilla. El tendón rotuliano de Thomas se parte como una rama seca.
“Si no llego a saltar, no me hubiese lesionado, pero no tuve miedo. Si pudiera volver atrás, no lo haría de nuevo”, explica el exjugador. Thomas no guarda rencor a Luyk: “Es deporte”. Pero le gustaría poder charlar con él de los viejos tiempos. “Ojalá pudiera llamarle. ¿Tú tienes el teléfono de Clifford Luyk?”, le pregunta al periodista.
En la pared de la sala que la clínica ha acondicionado para la entrevista hay un corcho con fotografías de la época recortadas de los periódicos. No sale Luyk, pero sí Juan Antonio Corbalán, otro mito madridista. Hay fotos de Thomas con el Sant Josep de Badalona, su primer equipo en España (1968), y con el Barça (71-72 a 74-75). En una esquina, un Thomas barbudo con camisa estampada mira a cámara al lado de un bigotón con jersey de cuello vuelto. Parecen Starsky y Hutch. El bigotón es Norman Carmichael, el otro pívot estadounidense del Barcelona al que llamó su compañero hace un par de semanas para decirle que estaba vivo.
Después de la lesión en la rodilla, Thomas se pasó un año entero sin jugar y fue traspasado al Manresa (75-76). Cambio de equipo, cambio de ciudad y cambio de amistades. Nunca volvió a sentirse bien en una cancha de baloncesto y empezó a salir más con un amigo militar, que le abrió las puertas de la noche catalana. Su mujer se separó de él y se llevó a su hijo.
—¿Cómo se sentía en aquella época?
—Algo se rompió dentro de mí. No solo fue la rodilla.
“Me topé con la ley”
Se acabó el contrato en España y llegaron las deudas. Tuvo que pedir dinero prestado a los amigos. “Me daba mucha vergüenza. Me dolía mi orgullo porque yo había sido una estrella. Era como si Michael Jordan o Kareem Abdul-Jabbar estuvieran pidiendo dinero”. Entonces decidió regresar a EE UU. “Quería que las cosas se calmaran un poco. Pero me topé con la ley. Fue culpa de la policía. Son muy abusivos con los afroamericanos y las cosas se complicaron al salir de la cárcel”.
Trabajó donde pudo: camarero, reponedor, carpintero. La Pantera Negra, que había ganado millones de pesetas en España con sus mates a aro pasado, ahora estaba cobrando 15 dólares al día. “No lo podía soportar”, recuerda escondiendo la cara debajo de la visera de una gorra.
Su amigo Norman Carmichael, que tardó un par de semanas en hacer público el hallazgo de que su compañero seguía vivo, lo ha definido como “un niño grande”, dotado de un talento natural pero no demasiado pródigo en los entrenamientos: “Me dijo en más de una ocasión que él creía que un jugador nacía con un número determinado de saltos. Nunca quiso gastarlos en los entrenamientos”.
Sobre todo tras la llegada a Barcelona en 1974 del serbio Ranko Zeravica, con fama de entrenador duro y que apostaba por los jóvenes de la casa más que por las estrellas extranjeras. En las tres temporadas que estuvo en el club, Zeravica abrió la puerta a la extraordinaria quinta de Epi, Solozábal, Sibilio o De la Cruz.
Thomas se reconoce en la frase de su amigo Carmichael. “El entrenador yugoslavo nos trataba como a robots. Yo aprendí a jugar en las canchas de mi barrio. No me gustaba nada eso de entrenar dos veces al día. Por la mañana y por la tarde. Uno tiene que dosificarse. El cuerpo se gasta”.
El depósito de saltos de Thomas se gastó para siempre antes de tiempo, en un guiño a aquella frase de Marlene Dietrich en Sed de mal, el clásico del cine negro de Orson Welles ambientado en Ciudad Juárez, la ciudad fronteriza del pecado y la perdición que tantos estadounidenses, desde John Wayne, Charles Mingus y el propio Thomas, utilizaron como patio de correrías desde los tiempos de ley seca en EE UU. Cuando el policía corrupto y atormentado de la película acude buscando alivio a una pitonisa, ella le responde: “Tú no tienes futuro. Lo usaste ya todo”.
La emotiva llamada de su hijo Carlos
En otro momento de la entrevista en Texas, el teléfono móvil de Thomas empieza a sonar. Es su hijo. Bautizado como Carlos por los tiempos felices en España, la última vez que vio a su padre tenía menos de 10 años y vivía con su madre, Linda, en Barcelona. Carlos había pasado página dando por buena la versión de que lo habían matado a tiros en Nueva York por un problema de drogas.
Hoy tiene más de 50 años, se ha casado y vive con su esposa y su hija en Oakland, en la bahía de San Francisco. Cuando le avisaron de que su padre seguía vivo, al principio pensó que era una estafa. Carmichael le aseguró que no era ningún impostor. Entonces Carlos decidió llamar al asilo. “Casi le da un ataque al corazón”, recuerda Thomas con una media sonrisa entre la picardía y la emoción contenida. La Pantera Negra se acababa de enterar de que es abuelo. Su hijo está esperando a que él y su nieta reciban la vacuna de la covid para lanzarse a recorrer los 2.000 kilómetros que les separan de Amarillo.
A Thomas no le importa haber pasado por fantasma todo este tiempo. Durante sus años de mala vida en la calle, se agarró a la Biblia. “Mi apellido es como el del apóstol Tomás, que no está muy claro si existió o no en realidad. Quizá por eso yo me convertí en un fantasma”, cuenta el exbaloncestista estadounidense mesándose la barba y, de paso, recordando la historia del misterioso evangelista apócrifo.
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