Un Madrid de silenciador y traca
El clásico español hoy no es el superclásico mundial de anteayer. “Cuando creces te duelen los huesos”, le dice un personaje a otro en Antidisturbios. Eso pasa
Benzema es el silenciador. Benzema era lo que se ponía Cristiano Ronaldo en el cañón para acercarse al área sin estrépito; ahora Benzema, liberado de la exclusividad, trabaja a sueldo. De Federico Valverde, por ejemplo, el uruguayo que juega con la misma prisa que el amigo al que su madre, en cualquier momento, le pegaba cuatro gritos por la ventana para que subiese a comer; esa aceleración, esa sensación tan bonita de no saber cuándo va a ser la última jugada. A Valverde siempre se le está enfriando la comida. Es una apisonadora con motor de bólido que, cuando arranca, ya no puede parar, así acabe marcando o expulsado. En el Camp Nou entró como un huracán en medio de la defensa del Barça y, delante de la portería, remató a la escuadra más lejana como si fuera Marco Van Basten.
La avería de Benzema y Valverde la devolvió a los tres minutos Messi y asociados, de los que apenas queda Jordi Alba. Alba le lleva haciendo la misma jugada al Madrid desde hace medio siglo, tanto tiempo que al lateral derecho blanco hay que empezar a decirle como al del chiste del oso: tú no has venido aquí a defender. Messi y Alba abrieron un butrón en la defensa del Madrid, averiada entre Nacho y Varane, y Fati marcó porque Fati, que solo tiene 17 años, es de los que van a marcar goles con todas las partes de su cuerpo y, como se descuiden, de sus compañeros. Fati lleva el gol de llavero. A Messi, que le pasa algo parecido, le quitó Courtois el suyo. Y a Benzema, Neto. Fue una media hora tan eléctrica, tan feliz para el espectador y tan angustiosa para las defensas, con los equipos superados y en correcalles, llegando en dos o tres toques a la otra área, que incluso nos olvidamos de un estadio vacío, un planeta confinado y un virus suelto llenando hospitales. La pelota no se mancha.
Fue el 10 de noviembre de 2001 cuando uno de los mayores iconos de la historia del deporte, Diego Maradona, se despidió del fútbol advirtiendo que su vida personal, jalonada de escándalos y adiciones, le ensuciaba a él, no a su deporte. Y en La Bombonera, delante de 60.000 almas rotas, dijo llorando: “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”. No, la pelota no se mancha. Nunca en sus pies, donde más limpia estuvo, ni en los pies y las manos de futbolistas o dirigentes empeñados tantas veces en arruinarla. La pelota, cuando el partido empieza, no se mancha. Ni siquiera ante lo más impensable, una pandemia ahogando un estadio legendario con un aforo de 115.000 espectadores que tuvo unos 300. Ni eso. La pelota no se mancha.
Ni Barça ni Madrid se perdieron la cara un solo minuto, amenazantes en la presión y señalados los dos por derrotas anteriores (en el alambre el Madrid, apalizado por Cádiz y Shakhtar). Son dos equipos sumergidos en una transición tan dura que, después de una década mandando en Europa, hoy forman parte de la clase media, media-alta si se quiere, de la Champions, no más. Eso no quiere decir que no la puedan ganar, pero favoritos no son. El clásico español hoy no es el superclásico mundial de anteayer. “Cuando creces te duelen los huesos”, le dice un personaje a otro en Antidisturbios. Eso está pasando.
Pusieron, eso sí, todos los ingredientes habituales. Por haber hasta hubo el típico penalti interpretable de Lenglet a Ramos: ¿es penalti agarrar la camiseta del rival cuando va hacia el remate? Es interpretable. Lo curioso es que lo hizo interpretable el propio Ramos al tirarse hacia el lado contrario del que le estaban agarrando; primero fue el agarrón (penalti), luego Ramos cayendo abatido. Ramos ha inventado una variante sutilísima de aquellos ‘penaldos’, un penalti que es pero que trata de desmentir en su caída. El ‘penaldo’ de Cristiano era una coreografía anticipada; a Ramos le agarran y cae al suelo fingiendo otra clase de penalti. Ser árbitro es complicado pero ser VAR ni te cuento; con cuatro Ramos en cada equipo el hombre habrá derrotado a la máquina para siempre.
El fútbol es el mayor ejercicio de interpretación del mundo (hay jugadores que interpretan muy bien el juego, entrenadores que interpretan los cambios), y el reglamento del fútbol es, después de las escrituras sagradas de cada religión, el mayor objeto sometido a interpretaciones a lo largo de la historia. Quizá por eso un famoso intérprete, Luka Modric, remató el partido. Lo hizo con el portero en el suelo y resolviendo con el exterior, la parte de la bota con la que Modric pinta sus mejores cuadros. Se la estaban pidiendo dos compañeros libres de marca delante de la portería vacía, pero a Modric le dio la misma risa que le daba a CR cuando se la pedía Pipita Higuaín en el área pequeña; el croata dejó enfriar la sangre hasta congelarla, y sólo entonces tiró la cerilla con la que poner otra vez al Madrid en la llama.
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