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Columna
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Michael Robinson y el odio al inglés

De su extenso legado, me quedaría con su empeño en hacernos comprender la auténtica dimensión de Severiano Ballesteros

Rafa Cabeleira
Michael Robinson, en un Liverpool-Manchester United de 1983.
Michael Robinson, en un Liverpool-Manchester United de 1983.imago sportfotodienst (imago sportfotodienst / Cordon Press)

Cuando Michael Robinson aterrizó en Pamplona, allá por 1987, en algunos lugares de la costa gallega todavía se educaba a los niños en el odio al inglés. Los vestigios del franquismo, incluida la ignorancia, y algunas leyendas sobre temibles piratas, perpetuadas entre generaciones gracias a la tradición oral, se combinaban para formar un cóctel ideológico por el cual se asumía que nada bueno podía salir de aquella isla y mucho menos un futbolista. Ni siquiera sus ginebras, famosas en el mundo entero, encontraban una mínima aceptación en un pueblo como Campelo, donde los marineros de altura acostumbraban a hacer negocio con su venta pero siempre como objeto decorativo, nunca como bebida de consumo. “Saben todas a colonia”, solía responder mi abuelo cuando le preguntaba por qué nadie pedía Gordons, Tanqueray o Beefeater en el bar. No es por tanto de extrañar que, tras conocerse la triste noticia de su fallecimiento, Augusto César Lendoiro confesara ante los micrófonos de la Radio Galega: “Michael Robinson era el único inglés que me caía bien”.

Para ser sincero, yo ni siquiera recordaría al Robinson futbolista de no ser por un cliente que frecuentaba el Otilio: Paco el Lavadoras (o Paco el Electricista, el mote variaba según la naturaleza de la avería). No conforme con autoproclamarse el único seguidor de Osasuna en la provincia, a Paco también le gustaba presumir de su estrecha amistad con Robinsón, que es como él llamaba “en confianza” al delantero centro de su equipo. Que mi único recuerdo de su vida deportiva fuese una mentira, el vacile de un bromista a un niño inocente, me parecía el tipo de historia que merecería la pena contar si algún día llegaba a conocerlo, una pelota botando en la frontal del área para que el pérfido inglés la rematase con su afilado sentido del humor por toda la escuadra. Por suerte para él, la vida le concedió mejores compañías, tan querido y admirado que le bastó medio diccionario para meterse a un país entero en el bolsillo: al castellano -primero Cruyff, luego Antic, ahora Robinson- se le están muriendo algunos de sus mejores escultores en los últimos tiempos.

“¿Cómo pude haber odiado a este hombre?”, me he preguntado muchas veces mientras lo veía aparecer en televisión, a menudo con esa sonrisa suya de mediapunta brasileño, justo en las antípodas de lo que un niño gallego podría esperar de un delantero inglés, de un pirata legendario, de un digno heredero de Sir Francis Drake. Y sin embargo le odié, tanto que me llevó mucho tiempo librarme de ciertos prejuicios y admirar al genio que se escondía tras el pasaporte equivocado. Su legado es tan extenso y valioso que resultaría muy injusto destacar una sola faceta, un solo trabajo, pero yo me quedaría con su empeño en hacernos comprender la auténtica dimensión de Severiano Ballesteros, seguramente el primer deportista español capaz de ganarse el corazón de los recelosos niños ingleses, incluido el del propio Michael. Porque supongo que es así como se van derribando muros y estrechando lazos entre diferentes: “con seis de uno y media docena de otro”.

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