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Orlando Ortega, bronce en los 110m vallas

"Va por ti, abuela", fue la dedicatoria del español (1334s) después de una carrera con un final muy igualado que se llevó el francés Martinot-Lagarde

Orlando Ortega en las semifinales de los 110 metros vallas.
Orlando Ortega en las semifinales de los 110 metros vallas. MICHAEL DALDER (REUTERS)

Berlín se enfrió ayer, presagio de que todo se pone serio, y el Estado Olímpico se tiñó de una pátina gris. Las nubes, que lo envolvían en un halo místico, anticipaban un trueno. Y sonó el disparo. Empezó su exhibición Shubenkov. Este año habían sido todos y él. Ellos detrás, en comparsa. Él, líder solitario mirando el horizonte de los 12 segundos sin nadie a derecha ni izquierda, pero ayer se encontró en la meta con la sombra del francés Pascal Martinot-Lagarde, que le quitó el triunfo.

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Tras su vuelta en 2017 después de que fuera readmitido por la IAAF para competir como atleta neutral, Shubenkov quería recuperar todo lo que se había perdido, los Juegos Olímpicos de Río. Ni siquiera veía a Orlando como rival, que acabó tercero, tan solo miraba de reojo a la bestia jamaicana, Omar McLeod. Llegaron los Mundiales de Londres y Orlando, lastrado por una rotura muscular y su lesión mal curada en la rodilla, era séptimo, mientras Shubenkov seguía recuperando los sueños perdidos. Plata mundial, recibido como un héroe en Rusia. Le robaba el oro después a Orlando en la final de la Diamond League.

Este viernes, el deseo del español era mayor. Después de un año marcado por las dudas, presionado por su propio anhelo de dominar las vallas, por batir su propio récord, los 12,94s de París en 2015, de acercarse al récord mundial. “Busco respuestas pero no las encuentro”, decía al ver que los 13 segundos se le habían convertido en un muro imposible de reventar. Decidió aislarse, reflexionar. “Llegué a apagar el teléfono, necesitaba reflexionar en soledad sobre por qué estoy aquí”, confesaba redimido en el hotel de Berlín, antes de irse con su padre al Estadio Olímpico a realizar los últimos entrenamientos. “Recordé por qué salí de Cuba. Estoy aquí porque me gusta lo que hago y lo disfruto. Los entrenamientos son lo que me ha acabado de dar tranquilidad”, sonreía.

Orlando recordó cuál era su propósito. Lo decían sus gestos ya en semifinales, Orlando, como un toro, casi se pasa la mitad de las vallas, la adrenalina le movía sola el cuerpo, no se podía contener. Se golpeaba el pecho y su señal, el gesto de OK que siempre hace con los dedos cuando está bien, indicaba que todo estaba en paz en su interior. “Va por ti”, le dijo a su abuela, la velocista de la que heredó sus genes. “Sé que me está mirando allá donde esté”. Ganó su serie en 13,21s, por delante del británico Andrew Pozzi, qué caray… Que se enteren de quién ha venido hoy aquí.

Shubenkov ganó la suya, en 13,24, unas décimas más que Ortega, controlando no gastar de más mientras al segundo, un alemán, se le salían los ojos y se dejaba las tripas para conseguir la clasificación a la final. A Shubenkov que este año bajó tres veces de 13 segundos en menos de un mes, se le veía tranquilo pero no arrogante como semanas atrás, cuando bromeaba contando que su entrenador, al enterarse de que había corrido en 12,99s en Montreuil, le dijo: “Pues podías haber ido más rápido…”. Ayer se lo veía consciente de que tendría que sacar al tartán azul todo su perfeccionismo, su elegante pasaje de bravura, los finísimos movimientos con los que se desliza sobre las vallas.

En la final se enfrentaban el sonido de la potencia contra la fuerza desbocada de la motivación. En ese duelo creían todos en el estadio. Pero, como recordaba Orlando antes de este campeonato europeo, cada atleta tiene su mundo y después se encuentran en la pista. Orlando tuvo un tropiezo en la segunda valla y se desequilibró. En el 110 metros vallas, un roce es suficiente para perder el equilibrio, y la carrera. Se quedó atrás pero luchó hasta el final y en un final muy ajustado entró tercero, con 13,34s. El francés Pascal Martinot-Lagarde, quien menos esperaba proclamarse campeón de Europa en el estadio de Owens y Bolt, metió la cabeza, el cuello y las ganas milímetros imperceptibles por delante del trueno Shubenkov. Y lloró.

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