El vértigo de Fernando Carro se convierte en plata
El español consigue la segunda medalla para el equipo español al terminar segundo tras el francés Mekhissi en los 3.000m obstáculos
Solo después del último paso por la ría, Fernando Carro volvió la cabeza y miró atrás.
El oro huía. Tendría que ser plata. Una medalla. Su medalla.
Hasta entonces, Carro tenía la mirada fija delante, clavada en la estela de la figura ligera de Mahiedine Mekhissi, el francés que volaba. Hasta entonces Carro, el chaval de Suanzes-Canillejas que se pasó la infancia corriendo, huyendo en la calle, corría detrás de un sueño, y el sueño se estaba cumpliendo. "He soñado tantas veces con esta situación, con esta carrera…", dice el atleta delgadísimo y moreno y su melena que se agita cuando se mueve, aéreo, sobre las vallas y sobre la ría que apenas moja sus pies. En el sueño, y en la realidad que solo, unos minutos después de terminar la carrera, rompe ruidosa la tormenta de tanto calor acumulado, tanta tensión, y el agua que inunda a la ciudad feliz, él no es el perseguido; él es el que persigue y alcanza a quien vuela. Es el sueño.
Es la última vuelta de un gran campeonato. El momento en el que, contrastado con la realidad, gozado, el vértigo, que en la cámara de llamadas es una bola pesada que le tapa el estómago y, dice, le hace preguntar a su entrenador, a Arturo Martín, “¿qué hacemos aquí? ¿no estaríamos mejor corriendo por el parque?”, se vuelve aliado que conduce y lleva a la gloria.
Mekhissi no está para poesía ni sutilezas ni miedos ni pasiones de adolescentes que sueñan. Mekhissi es inalcanzable antes ya de que estalle la tormenta. Un veterano de Mundiales y Europeos que corre, esprinta, hacia su cuarta victoria continental, que sería la quinta si no fuera porque en Zúrich 2014 le desposeyeron por quitarse la camisa victorioso nada más saltar la última ría, y ondearla en la recta final.
El francés termina en 8m 31,66s. Carro, en 8m 34,16s. El tercero, Chiappinelli, el italiano valiente, en 8m 35,81s.
Esta vez no se desnuda. Tampoco habría querido Carro ganar así. Carro es feliz porque ha hecho su carrera. Un primer mil lento que le ha permitido esconderse, trabajar menos. Un segundo mil, un poco más rápido, pero parecido, rozando los tres minutos esta vez por debajo. Y un último mil, decisivo bajo el impulso acelerado del italiano Yohannes Chiappinelli, que ataca lejano y selecciona el grupo, como Carro quería. En la última vuelta, el momento soñado. Se va Mekhissi y Carro se va a por él. Y piensa que lo puede alcanzar. Y sabe que a él, como en su calle, no le alcanzarán los que le persiguen. Nadie le quitará la medalla en los 3.000m obstáculos, la especialidad más española y la más manchada por el dopaje que él, una década después, limpia y honra. Siete atletas españoles han ganado medalla europea en la distancia. Una fue Marta Domínguez, en Barcelona 2010, meses antes del inicio de su fin con la Operación Galgo; allí también fue plata José Luis Blanco, quien dio positivo por EPO poco después, como años antes Antonio David Jiménez Pentinel, Penti, el campeón de Múnich 2002 que en la rueda de prensa dijo que había ganado “por huevos”, y después fue protagonista de detenciones policiales por dopaje. Pero Carro, que se declara feroz enemigo del dopaje, y lo dice públicamente, como su admirado Arturo Casado, el que fue atleta del mismo entrenador, y campeón de Europa de 1.500m, que marca la ética de un grupo que quiere ser ejemplar.
“No sabía quién venía detrás. Podían venir cinco tíos con un cuchillo, que yo iba a por el de delante”, dice Carro, que sigue narrando la carrera cuyas imágenes no saldrán de su cabeza durante meses. “A falta de 300 metros ya sabía que nadie podía cogerme”.
Carro lleva el cuerpo y los brazos tatuados, y el aire de barrio no quiere que le abandone, como él jura no abandonar, pase lo que pase, su viejo Fiat que aún le mueve. Y cuenta que los tatuajes, su infancia, Son todos una historia, tienen una carga emocional, tan sentimental como es él, porque tienen que ver con su familia. Uno lo lleva por su hermano que murió cuando tenía siete años, y su infancia quedó tocada para siempre. Y pensó en su madre, el ancla de una familia desestructurada, que es mayor y a quien siempre que corre le pone una vela.
Y, como por encanto, cuando la tormenta estalla, los miles de espectadores del estadio refugiados en las tribunas, encienden velas. Y todos cantan.
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