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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El malentendido

El niño quiere que gane su equipo. El adulto, prefiere que ganen sus ideales

David Trueba
Una niña, el sábado pasado en el Calderón.
Una niña, el sábado pasado en el Calderón.G. Arroyo Moreno (Getty)

Uno se hace aficionado de un equipo cuando aún no ha alcanzado la edad de la razón. Por eso, cada vez que se relaciona con ese equipo regresa a la primera infancia, a lo irracional. De ahí, que sea imposible una cierta madurez al tratar asuntos referidos a tu equipo. Se inventó la prensa deportiva para tratar del juego y la competición desde una visión profesional y analítica que compensara el terreno de las pasiones. Pero, como sucede con casi todos los artilugios a su servicio, el hombre acaba por deformarlos a su antojo y capricho hasta conseguir que no sirvan para lo que fueron concebidos. Es una especie de proceso de domesticación agravado por la dictadura del consumo, cuya regla de oro es que el cliente siempre tiene la razón, como se decía en los comercios, aunque no tenga la razón. Así, el comentario deportivo, salvo valientes excepciones, ha abandonado análisis y moderación por un esforzado y a veces histérico ejercicio para reforzarlas y extremarlas.

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Ganar se ha convertido en la medicina que todo lo cura. El que gana se lleva la gloria, solo faltaría. Pero si únicamente el resultado importa, como parecemos pensar por hábito, la crónica en sí misma carecería de sentido y lo más inteligente sería titular la página con el marcador final y pasar a otra cosa. Ganar el partido parece suponer ganar también la crónica. Sin embargo, a poco que uno preste atención cuidadosa, verá que en algunos triunfos hay una línea finísima que lo separó del fracaso. Y viceversa. Un detalle, un azar, un golpe de fortuna, un oportunismo, una fatalidad, todo eso a veces ha condicionado tanto el resultado final como para que resulte innoble obviar los méritos, el juego, la disciplina, el ingenio y hasta el talento de los contendientes más allá del marcador. A estas alturas del prolegómeno, muchos lectores habrán intuido que están delante de otro aficionado del Atlético de Madrid que trata de endulzar su derrota, su eliminación si sucede, de enfangar las dos Copas de Europa perdidas ante el Real Madrid en la final justificando patéticamente que el ganador jugó mal y poco, que fueron inmerecidas, injustas. Resolvamos el malentendido.

Ver perder a mi equipo no me entristece si la propuesta fuera digna, audaz, un reclamo del desafío por el juego, por la alegría, por el riesgo. Igual que ganar me resulta repelente si se hace desde el oportunismo, la pillería o la renuncia a crear para esperar el error contrario, la chispita de la suerte inmerecida. Ese es mi drama: que ganar no me basta. Y esa es mi crónica particular tras el partido: que perder no me asusta. La crónica del qué se hizo, cómo fue, quiénes somos, para qué, esa sí me interesa. El marcador, eso lo ve cualquiera. El niño quiere que gane su equipo. El adulto prefiere que ganen sus ideales. En cada partido se enfrentan uno y otro. No nos engañemos.

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