Simeone, el poder y la autoridad
El Atlético vive en estado de éxtasis gracias al señor que viste de negro y que se sienta, aunque jamás se siente, en su banquillo
Desde que un capitán chusquero dijera aquello de que el Congreso de los Diputados, secuestrado por unos golpistas, debía esperar la llegada de la autoridad competente, “militar, por supuesto”, hasta que la pasada semana una joven que no se sabe de dónde había salido proclamara que en el PSOE la “única autoridad” era ella, nunca estuvo tan de moda la palabra autoridad en este país. A lo sumo, se hablaba de ella en el fútbol, donde día tras día los medios de comunicación elucubraban sobre el poder de este o aquel vestuario, y la figura, a veces insignificante, de uno u otro entrenador. Un ejemplo: en el partido que enfrentó hace unos días al Madrid con Las Palmas, a Zidane se le ocurrió sustituir a Cristiano cuando aún faltaban 20 minutos para la finalización del choque. En qué momento. Abandonó CR el césped con cara de disgusto, como lo abandonan tantos y tantos futbolistas en cada partido, incluso en los colegios, y desde la prensa, la radio y la televisión se nos anunció el inminente advenimiento del apocalipsis. Lo que nadie se atrevió nunca a hacer, sacar del césped a la megaestrella sin lesión que lo justificara, osó hacerlo Zidane. Ríos de tinta, y casi de sangre, corrieron sobre la decisión del técnico que, al serlo del Madrid, debe estar a lo que desde el palco se le ordena, ya se sabe, que si Fulano, Mengano, la BBC o la Santísima Trinidad tienen que jugar porque así lo quiere Florentino Pérez. Zidane, como Benítez o Ancelotti antes, no toca a los intocables, se decía, porque no se lo permiten. Incluso se llegó a revelar que en el vestuario, tiempo atrás, se consideraba que Jesé era mejor que Bale. Desde que escuchó aquello, este opinador no levanta cabeza.
No es lo mismo el poder que la autoridad, como es bien conocido. El primero le viene a uno dado por circunstancias varias. La segunda hay que ganársela. A raíz del episodio ocurrido en Las Palmas, nadie discute ya la autoridad de Zidane. Otra cosa es el poder, que en el Madrid pertenece en exclusiva no a los socios (menuda estupidez) sino al presidente. Distinto es el caso del Barcelona, donde poder y autoridad convergen en la misma persona: Leo Messi. Y es aceptado por todos, incluido Luis Enrique. Lo aceptó el entrenador aquel día de enero de 2015 en el que se le ocurrió dejar a Messi en el banquillo en Anoeta. El suceso acabó con su amigo Zubizarreta, director deportivo por entonces, despedido, y con Xavi haciendo de mediador para que Luis Enrique no siguiera el mismo camino, que era el deseo y la orden de Messi. Luis Enrique se mantiene en el puesto porque posee un arma imposible de desactivar: jamás un entrenador del Barça, ni siquiera Guardiola, ganó tanto en menos tiempo.
Pero cualquier comparativa sobre los grandes del fútbol español se queda coja si no se incluye en ella al Atlético. Como se quedará coja en poco tiempo cualquier elección de mejor futbolista del año si entre los candidatos, amén de Messi y Cristiano, no figura Griezmann. El Atlético vive líder y en estado de éxtasis gracias al señor que viste de negro y que se sienta, aunque jamás se siente, en su banquillo. Ese que grita, salta, se descompone, chuta balones imaginarios, se hace jirones la chaqueta, protesta, blasfema y arenga, y arenga, y arenga a las masas, como si del mesías se tratara, seguidme y triunfaremos. Y le siguen. Y triunfan. Y si quiere ampliar su contrato, lo ampliará. Y si quiere reducirlo, lo reducirá. Porque él, solo él, aúna el poder y la autoridad, un caso inédito en el mundo del fútbol, convertido el entrenador del Atlético en un símbolo. Como el estadio. Como la camiseta. Como el escudo.
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