Jaque a la xenofobia, con matices
La Olimpiada de Ajedrez es un modelo de mezcla religiosa y étnica, salvo los árabes frente a Israel
Mujeres con velo y cubiertas hasta el tobillo a un lado de la mesa; amplios escotes o rastas en el otro. Negros, blancos, asiáticos, niños, ancianos, ciegos, sordos, discapacitados y gentes de todas las religiones, hasta 2.500 de 180 países se mezclan cada día en un polideportivo de Bakú, y en hoteles y autobuses, para enfrentarse y disfrutar en la Olimpiada de Ajedrez. Es rarísimo que haya problemas de xenofobia, excepto cuando los países árabes se niegan a jugar contra Israel.
Los participantes pueden dividirse en dos grupos: el pequeño porcentaje de quienes luchan por medallas o puestos de honor, que viven como deportistas de élite, y se mezclan poco; y todos los demás, que disfrutan al máximo, y con la mayor mezcla posible, esta fiesta bienal durante 14 días. Hace dos años, en la Olimpiada de Trömso (Noruega), el jamaicano Ian Wilkinson subió a un autobús que le llevaba a la sala de juego y se puso a cantar One Love, de Bob Marley. “Pocos segundos después todos cantaban conmigo: africanos, europeos, asiáticos, latinos… Fue muy emocionante”, recuerda.
Contrariamente a los Juegos Olímpicos, donde casi todos los deportes tienen una sede distinta y alejada, la Olimpiada de Ajedrez junta a todos en el mismo recinto cada día. Rusia, EEUU y China son los principales aspirantes al podio en la competición absoluta; China, Rusia, Georgia y Ucrania en la femenina. Esos jugadores compiten en una zona muy acordonada y viven con gran disciplina, sin tiempo apenas para acercarse al otro extremo de la enorme sala, donde está el espectáculo multicultural, con emparejamientos como Islas Vírgenes-Nepal, Aruba-Arabia Saudí, Sri Lanka-Haití, Hong-Kong-Palau, Sudán del Sur-Omán, Fiyi-Guyana, San Marino-Guam o el equipo de la Asociación Internacional de Ciegos (IBCA) frente a Zambia, con tableros y relojes especiales. EL PAÍS consultó ayer con diez ajedrecistas que han estado en más de cinco Olimpiadas como capitanes, árbitros o jugadores; nadie recuerda un incidente por xenofobia o racismo, y todos hablan de lo contrario: “El ambiente de convivencia fantástica es consustancial a las Olimpiadas, tanto en la sala de juego como en los hoteles”, resume Francesc Rechi, presidente de la Federación Andorrana.
Suele haber excepciones temporales en caso de guerras o similares. Por ejemplo, Armenia no está en Bakú porque sus jugadores temían por su seguridad, debido a los muertos y heridos que sigue causando el conflicto de Nagorno-Karabaj (enclave armenio rodeado por Azerbaiyán). Sin embargo, las relaciones de los jugadores armenios y azerbaiyanos –el ajedrez es tan importante como el fútbol en ambos países, al igual que en Georgia- son buenas. Algo parecido ocurría con los países de la extinta Yugoslavia durante sus guerras. Además, los árbitros suelen modificar discretamente los emparejamientos en esos casos, pero no lo reconocen oficialmente. Por ejemplo, es muy improbable que Serbia y Kósovo se enfrenten.
La única excepción permanente es la actitud de casi todos los países árabes, que se niegan a jugar contra Israel, pero no sólo en Olimpiadas, sino incluso en el Mundial sub 10, aunque esos mismos niños jueguen al fútbol juntos por la mañana. “Es que si permito que mis chavales jueguen contra un israelí, el castigo a la vuelta sería durísimo, explican los delegados. Son órdenes de sus gobiernos, que rompen el lema de la Federación Internacional: Gens una sumus (somos una familia).
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