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La afición hace campeón de salto con pértiga a Thiago Braz

El pertiguista derrota a Lavillenie con un salto de 6,03m, récord olímpico, y da a Brasil su primer oro en el Estadio Olímpico

Thiago Braz cae sobre la colchoneta después de batir el récord olímpico.Vídeo: M. DUNHAM (AP) | EPV
Carlos Arribas

En la tierra de Adhemar Ferreira da Silva, el héroe brasileño de los Juegos no podía salir de otro lugar que no fuera el estadio de atletismo. Da Silva, campeón de triple salto en Roma 60 después de convertir su cuerpo atlético en un icono con su actuación en Orfeo Negro, la película del carnaval, es la gran leyenda del atletismo brasileño. Thiago Braz da Silva, que derrotó a Renaud Lavillenie en la final de pértiga más peleada que se recuerda, un cuerpo a cuerpo entre dos atletas que parecían boxeadores, devolviéndose los golpes sin descanso hasta que uno de ellos, el francés, dijo basta, tiene todas las cualidades para sucederle. Para derrotar a Lavillenie, el campeón de Londres, el recordman del mundo que con 6,16m acabó con Serguéi Bubka, Braz da Silva, de solo 22 años, debió superar la barrera de los seis metros por primera vez en su vida. Llegó a Río con una mejor marca de 5,92m. Después de la noche en la que el viento se calmó, y la lluvia, y se conjuntaron los astros convocados por un público escaso pero enloquecido, salió del Engenhao con una marca de 6,03m, récord olímpico, y con una medalla de oro, la primera de su país en el Estadio Olímpico.

La competición se anunciaba plana. Llevaba el camino de la rutina. De la calma de Lavillenie, el último saltador en agarrar la pértiga. Lo hizo cuando la noche se había serenado, cuando el listón se hallaba en 5,75m. Cuatro saltos limpios le colocaron a Lavillenie en 5,98m. Récord olímpico. Para ganar solo necesitaba esperar que los demás siguieran fallando.

Braz da Silva llegaba al round final cargado de nulos. Había saltado 5,75m a la segunda y también 5,93m. El público entró en juego entonces. Celebrando interminablemente cada uno de sus saltos y abucheando con la misma intensidad los intentos del francés, su ídolo se recargó de fuerza y energía, y Lavillenie se fue desmoronando. El locutor pidió por los altavoces que se respetara sus preparativos, que se guardara silencio mientras saltaba. Solo consiguió que se le abucheara más, que se aplaudieran sus fallos, que se jaleara más al ídolo.

En un ambiente ya plenamente futbolero y loco, conoció el mundo el valor de jugar en casa. Cuando el local decidió pasar de intentar 5,98m, que no le habrían dado nada, y se lanzó a por 6,03m, la balanza se decantó a su favor. A Lavillenie, ya muy tenso, le tocó atacar primero la nueva altura. Falló a la primera. También Braz. Falló a la segunda. Braz, no. Elevado por el fervor de su afición, en su segundo intento se levantó limpiamente por encima de la barra. Después de la agonía, fue el éxtasis. “Pero”, dijo Braz, “el público tan fervoroso me perjudicaba. Me obligué a concentrarme en mi técnica, a olvidarme del público”.

Lavillenie, hundido, reconoció el valor de la afición. “En 1936, la multitud de Berlín estaba contra Jesse Owens”, dijo. “No habíamos visto algo parecido desde entonces. Es algo con lo que tenemos que lidiar, pero no es una buena imagen la del público. Yo no le he hecho nada a los brasileños”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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