El Sevilla se cita con el Barça
Los andaluces jugarán su decimotercera final en una prodigiosa década tras superar a un Celta que acarició una remontada épica
El Sevilla jugará una final inédita de Copa del Rey contra el Barcelona, una muesca más en el historial de una década inolvidable para el equipo de Nervión, que desde que Antonio Puerta marcó un inolvidable gol al Schalke 04 se ha acostumbrado a jugar por los títulos. Le espera la décimotercera final desde aquel inolvidable hito de abril de 2006 cuando el llorado zurdo selló el pasaporte para Eindhoven. Ocho trofeos ha levantado desde entonces el Sevilla. Ahora peleará por su alzar su sexto entorchado copero.
El Celta queda en el camino. Con honor y también con la desazón de que sus opciones se escaparon en una inexplicable desconexión en la ida jugada en el Sánchez Pizjuán, cuando con un gol en contra se lanzó a por el rival como si no hubiera mañana y recibió tres tantos más a la contra. Esa losa propició ayer una estrategia de remontada con una cierta invitación al desorden. Lo hubo en el recibimiento rico en fervor de su gente al equipo, en la alineación planteada por Berizzo encomendando a varios de sus hombres partir de posiciones no habituales, en la incesante lluvia que acompañó al juego y convirtió el renovado césped de Balaídos en un resbaladizo escenario. Estaba el condimento, pero faltó ingrediente porque el Celta no acabó de llegar al partido con el frenesí aguardado. Se lo impidió el Sevilla, que avisó de inicio con un intento de Krohn-Dehli que se fue al lateral de la red y que partió de una perfecta organización colectiva para encontrar espacios con el balón y conseguir que el rival corriese tras ellos. Tuvo paciencia el Sevilla y así consiguió templar gaitas, detalle que en Galicia no es baladí.
Pero el Celta estaba allí para hacer ruido. Se ancló al gran Orellana, que en un once plagado de hombres de ataque asumió la misión de retrasar su posición más de lo acostumbrado para marcar tiempos. Y sin prisa, pero sin pausa, en una demostración de que, en efecto, noventa minutos es mucho tiempo en futbol, el Celta comenzó a creer. Lo hizo desde el riesgo de descubrirse atrás, pero con la gasolina de lograr un gol antes del descanso, un ejercicio de fe de Iago Aspas, que encontró a Orellana en un cambio de orientación y galopó cincueta metros para llegar a la devolución y enviar la pelota a la red. Balaídos necesitaba ese empujón, lo precisaban los futbolistas del Celta, que empezaron a agitar los brazos, a animar, dar ánimos y de paso intimidar a su oponente.
Y el Sevilla perdió el hilo del que había tirado durante media hora. Lo hizo bajo una cortina de agua que revestía el intento local con el barniz de la épica. El Celta luchaba contra el pasado que le sepultaba en el marcador, el destape que le exigía repararlo y su dificultad para defender algunas acciones, como los balones al área. En uno de ellos Ibarra cabeceó al poste justo antes del descanso un remate franco.
El receso y todo lo acontecido en los minutos anteriores invitó a pensar que la noche estaba para el Celta, que la Copa iba a escribir su enésimo sorprendente giro. Marcó Aspas en pleno chaparrón de agua y de fútbol y con 35 minutos por jugar las caras mudaron. El gesto sevillista apretó mandibula y Emery retiró a Ibarra para dar cancha a Nzonzi mientras Balaídos abrazaba el estrépito. Sólo la Copa puede dar momentos así, pero justo en plena ilusión celeste llegó el anticlimax: Banega recibió entre líneas, se orientó y remató cruzado para salvar la estirada de Rubén Blanco. El clamor sevillista en el festejo delató que estaban pasando un momento apurado.
El gol de Banega obligaba al Celta a meter cuatro más para culminar el más difícil todavía. No estaba la noche para descartar nada. Casi de inmediato Guidetti sacó un penalti en el que era más dudoso discernir si Sergio Rico le había tocado que resolver que, en ese caso, el meta debía de haber salido expulsado si se aplica el actual reglamento. Hubo penalti, tarjeta amarilla y balón al palo del sueco. Para entonces el césped ya era una piscina que dificultaba el discurrir de la pelota. Se disipó, entonces sí, la emoción, pero jamás el esfuerzo. Hasta el final, hasta que empató Konoplyanka y una evitable amonestación cuando ya nada se sustanciaba eliminó a Nzonzi de la final. El premio fue para el Sevilla, el aplauso para los dos.
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