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el que apaga la luz
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ponga un mito en su banquillo

Cámaras y fotógrafos se arremolinan junto al banquillo de Zidane el sábado.
Cámaras y fotógrafos se arremolinan junto al banquillo de Zidane el sábado.Mariscal (EFE)

Hágase memoria. El domingo 24 de noviembre de 1974, el por entonces número 8 del Atlético de Madrid disputó su último partido como futbolista profesional. Fue ante el Sporting, con empate (2-2) en el Calderón. El martes 26, ese jugador no se entrenó con sus compañeros. Entrenó a sus compañeros. De la noche al día, el tal Luis Aragonés se convirtió en el técnico del Atlético. Los tipos con los que dos días antes compartía vestuario, con los que se iba a tomar alguna caña (pongamos Irureta o Gárate), pasaron a estar a sus órdenes, de amigo a jefe, de tú a usted, de Luisito a míster. La experiencia que tenía como entrenador era, concretamente, ninguna.

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Relatar aquí el palmarés de Luis Aragonés, que arrancó con la conquista de una Copa Intercontinental (eso que ahora se llama pomposa y falsamente Mundial de Clubes) podría resultar agobiante. Como lo sería contar cómo Guardiola se inventó el Barça más recordado de la historia tras llegar a su vestuario con el bagaje de un año como becario al mando del filial. Esta semana, a raíz del nombramiento de Zidane en el Madrid, muchas han sido las voces que se han hartado de destacar su inexperiencia. Seguro que el fútbol ha cambiado enormemente en 40 años, sobre todo en lo que se refiere al aspecto físico, al seguimiento que de él hacen los medios de comunicación y a las tontunas protagonizadas por los Piqué de turno. Pero en lo que no ha cambiado es en el hecho esencial de que el fútbol es de los futbolistas.

Y estos pueden aguantar a un entrenador, obedecerle, respetarle, quererle y, en contadas ocasiones, admirarle. Como cualquiera a su jefe. A Rafa Benítez le aguantaron los jugadores del Madrid, qué remedio; le obedecieron más menos que más; le respetaron de aquella manera, y de quererle o admirarle mejor no hablar. Pero la culpa no fue del técnico, sino de quien le eligió. Llegó el hombre a un vestuario en combustión tras el despido de Carlo Ancelotti, un tipo al que los jugadores aguantaban, obedecían, respetaban y querían. Y Benítez, tan experto en pizarras, estadísticas y trigonometría, y que ha tenido un comportamiento ejemplar aunque el Madrid le haya despedido como quien saca la basura (costumbre de la casa), se empeñó en enseñar su ciencia a individuos que de ciencia sabrán poco pero que de fútbol andan sobrados. Y de hecho encumbró a jugadores dignos, léase Lucas Vázquez o Casemiro, y castigó a otros mucho más que dignos, Isco o James, quizá porque aquellos representaban a la perfección el papel de soldados.

De repente, la liberación

No hubo un solo minuto en el que la plantilla creyera en el proyecto de Benítez, cuyo sentido de la obediencia quedó patente cuando se apuntó a la teoría de la conspiración, denunciando sin rubor una campaña mediática universal contra su persona, contra su presidente y contra el Madrid. Semejante ejercicio de sumisión no le salvó. Y con sus toneladas de experiencia se largó para dejar hueco a Zidane, el mejor futbolista de todos los entrenadores que pueblan el planeta. De repente el madridismo se sintió liberado. Y en el vestuario se presentó un señor al que sus inquilinos respetan y admiran. Su primer examen, ante el Deportivo, resultó un éxito sin precedentes, con la grada y los jugadores en ebullición, el madridismo entero vestido con el número 5, ese con el que el mito subió a los altares. Preguntado tras el 5-0 qué había cambiado en el equipo, Zidane respondió: “Solo el entrenador”. Y después se echó unas risas.

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