El mejor banquillo del mundo
Antes 11 jugadores y dos reservas te ganaban la Liga, ahora los sueños de los clubes exigen dos plantillas completas y estrellas en la recámara
En el patio del colegio al fútbol jugaban 19 contra 18, en vaqueros, manoplas y plumífero. Todos corríamos detrás el balón como si quisiésemos matarlo y hacer un brasero con él, sin rigor táctico. No era un fútbol bonito, ni ordenado, pero sí feliz, porque no había suplentes. Cuando la vida se complicó, y empezó a jugarse según el reglamento, con 11 jugadores y en un campo de porterías con larguero, se perdieron miles de vocaciones. Para estar en el banquillo y no jugar también había que valer. Tenías que ser malo, y además un poco bueno. Muchos optamos por dejarlo, y nos apuntarnos a baloncesto, y como seguíamos siendo suplentes, nos apuntamos al salón de videojuegos y al Lucky Strike. Si fumabas o bebías bien tal vez un día acabases de periodista.
La suplencia ha cambiado al ritmo que lo hacía el fútbol, que casi de pronto se convirtió en un fenómeno moderno, acaudalado, para ver a todas horas, y que hiciese las veces de libro. En algún momento, casi lejano, el entrenador miraba al banquillo para realizar un cambio porque a un centrocampista se le había quedado el fémur al aire, y al ver lo que tenía, se le caía el alma a los pies; prefería jugar con 10 y un fémur. Los clubes invertían sólo en titulares. Entonces no se necesitaban más que 11 jugadores, y dos o tres de repuesto, para casos de enfermedad, resaca o defunción. Con eso se ganaba la Liga y a veces la Copa de Europa. A su vez, los aficionados conocían las alineaciones de memoria, pues nunca variaban. A su manera, un equipo era un poema, se podía recitar. Hasta de una defensa ruda salía un verso inasible.
En semejante contexto, el banquillo era algo parecido a un baúl de ropa pintoresca y juguetes antiguos. El suplente se resignaba. Hacía vida de banquillo. Muchos años atrás, en un partido de regional, vi fumar a uno. Me recordó a René Houseman en 1974, cuando Argentina se presentó en Wembley para un amistoso. El seleccionador Vladislao Cap miró al banquillo y no lo vio. “¿Y René donde está?”. “Ahora vengo”, dijo un colaborador. Un minuto después, Houseman entraba al campo. Al final del partido explicó que se había ido al vestuario a fumar porque tenía entendido que en el banquillo de Wembley no se podía.
Pero un día el banquillo reescribió su biografía y se llenó de jugadores titulares. El dinero se había fijado en el fútbol y entraba por puertas y ventanas, incluso por los conductos del aire acondicionado. Se inventaron las rotaciones. Lo clubes inventaron el sueño del triplete, incluso proezas mayores, y eso requería dos plantillas. Se alcanzó ese punto sin retorno en el que alguien proclamó: “Tenemos el mejor banquillo del mundo”. Éste ya no representaba un baúl sino una caja fuerte. Daba gusto mirar a las estrellas sentadas, taciturnas. Te sentías como la guardia civil el día que registró la casa de Juan Antonio Roca, cerebro de la Operación Malaya, y descubrió un Miró colgado en el cuarto de baño.
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