Contra las selecciones
Un combinado nacional está condenado a representar un himno, una bandera y una patria. Un club siempre es algo más próximo, más tangible.
Este fin de semana no tuvimos liga de Primera División. Los aficionados a este deporte ya estamos acostumbrados a estos parones. (Salvajes, tengo ganas de escribir). Pero que estemos acostumbrados, no significa que a algunos nos gusten. A mí por lo menos no me gustan. Y me gustan menos que sea por los partidos preparativos para el Mundial, para el Europeo o para las citas internaciones que sean o se inventen. Comencé a tenerle tirria a los Mundiales por toda su exasperante parafernalia patriotera, además de fastidiarme el fin de semana futbolero. Desde la declaración de entrenadores, jugadores y no pocos periodistas deportivos, especialmente de las cadenas de televisión y radio, hasta los forofos callejeros blandiendo banderas como si acabaran de ganar una batalla. Ver a los jugadores simulando por lo general, henchidos de ridículo patriotismo, las letras anacrónicas de sus himnos, da bastante grima. Por no decir vergüenza ajena.
Yo soy de los que ahora mismo (y ahora más que nunca) suprimiría todos los torneos internacionales de futbol. Y de golf, y de tenis y hasta de ping-pong. No me gustan las selecciones de fútbol. Me gustan los clubes. Y me gustan las citas internacionales de clubes. Nunca fui un admirador de la selección brasileña, pero sí del Santos de Pelé. La selección argentina me interesa muchísimo menos que el Boca Juniors o el Atlanta de los años sesenta. Yo puedo ser culé, pero a la vez ser aficionado de otros equipos extranjeros, como el Arsenal, la Juventus o el Werder Bremen (que es un equipo al que suelo ir a ver jugar).
Ver a los jugadores simulando por lo general, henchidos de ridículo patriotismo, las letras anacrónicas de sus himnos, da bastante grima. Por no decir vergüenza ajena.
Lo único que veo con simpatía, en esta materia, es cuando veo a un turista alemán enfundado en la Roja. O a un polaco enfundado en la camiseta de la selección argentina. O a un sueco en la francesa, que los he visto. Entonces es cuando comienzo de nuevo a creer en sensatez del género humano.
¿Recuerda el lector a Frédéric Kanouté, aquel jugador de Mali, que cuando marcaba un gol con el Sevilla dirigía su mirada al cielo en busca de su idolatrado Alá? Durante su época en el equipo sevillista, la hinchada entonaba en su honor la Marsellesa. A mí me emocionaba ese impagable homenaje. Esas cosas solo pueden pasar en un partido de Liga.
Una selección está condenada a representar un himno, una bandera y una patria. Un club siempre es algo más próximo, más tangible. Un club es una ciudad, un barrio. Incluso fue al principio el sueño de alguien.
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