Aru derroca a Dumoulin
El italiano es el virtual ganador de la Vuelta en una exhibición del Astana en la sierra madrileña
Entre la videncia y la evidencia hay un territorio interminable. La videncia anunciaba que Dumoulin era un tipo fuerte, sensato, calculador, psicológicamente indestructible, un hombre tranquilo a lo John Wayne. Un tipo que se examina de su nueva condición de ganador de grandes carreras. La evidencia decía que las transformaciones requieren tiempo, pruebas, ensayos, aciertos, errores. Y que hay que ser muy, muy, bueno para hacer frente en soledad a un cuarteto de cuerda. Paco de Lucía lo haría, Dumoulin no está en esa estratosfera. Subiendo La Morcuera, el penúltimo puerto de la jornada, resoplaba tranquilo, manteniendo el ritmo, hasta que Mikel Landa apretó la cuerdas del pelotón de los favoritos —si se puede llamar así al orfeón habitual—. El solo de Mikel Landa fue atronador. Aru le hizo la segunda voz y a Dumoulin le salió un ronquido a falta de kilómetro y medio de tomarse un respiro. No pudo más. Se sobresaltó. Una apnea en el peor momento.
A Aru le dolía el costado, esa metáfora poética del dolor de Jesucristo —por aquello de la lanza de Longinos—, pero se le pasó al instante. La caída anterior se fue al olvido y se enganchó al costado de Mikel Landa, otra vez como un ángel de la guarda, ángel asesino de rivales. Ángel implacable. Aru siguió la rueda. Faltaba un kilómetro y medio, nada en otras circunstancias, mucho en las actuales. Más que una vida. Aru retorció la cabeza, se olvidó de su costado, de la lanza, de la caída, de su mala noche. Hay veces que el dolor se mitiga con la ambición. Hay veces que duelen más las piernas que las costillas, que los costados.
Pero duele más la soledad. Esa sensación de abandono que debía sentir Dumoulin cuando daba pedales y la bicicleta caminaba con la lentitud de un viejo paseante por el campo. Todos los grandes, menos Valverde, se fueron, y el holandés se quedó solo junto a Mikel Nieve que le proponía una conjunción de intereses. Pero uno o dos no pueden contra cuatro. Lo impiden las leyes de la física. Y Dumoulin era, esta vez sí, un holandés errante, doliente, derrotado, mirando hacia atrás, llamando al coche, solicitándole a Nieve que le curase las heridas, aunque fuera con vinagre. Pero todo ya estaba perdido.
Aru estaba en estado de gracia. Landa, sublime. Y por delante circulaban Zeits y Luis León Sánchez. O sea que cuando Dumoulin bajase, lo tendría difícil porque Luisle baja como los ángeles. Y porque en el llano que enlazaba Morcuera con Cotos, un llano relativo, Zeits es un caballo desbocado. Landa, se puso a cola. Resopló, recuperó el aliento y reguló después la marcha hacia la victoria.
Dumoulin ya estaba eliminado. Se planteaban otras cuitas. El triunfo de etapa, que buscaba Rubén Plaza con una escapada de esas monumentales, permitidas, pero que exigen pulmones y una actitud indestructible. Y Plaza, que ya ganó en el Tour, decidió ponerse orejeras y convertir la complacencia inicial del pelotón en un éxito que, por secundaria en la emoción de la carrera, no le resta mérito.
A Rubén Plaza, le podían haber puesto como banda sonora Sin que sepas de mí, de Manolo García. Allí, escondido, lejos de la pelea, del reino de los tronos, Plaza era un caminante solitario, seguido por un reguero de ciclistas que tenían ambiciones distintas. Sus perseguidores le olían, pero no le veía. Después, entre los llamados a la gloria, Nairo Quintana y Rafal Majka, dieron un paso al frente y empezaron a discutir sobre los cajones del podio. Más atrás, Fabio Aru se sentía arropado. Miraba hacia arriba y veía el cielo azul con algunas nubes blancas, como un reflejo de su maillot, que combinaba ambos colores antes de ponerse el rojo definitivo, el rojo radical, el que no tiene recambio en el paseo de Madrid.
Había muchas carreras en la etapa, pero todas estaban en la de detrás. En el valle de lágrimas de Dumoulin y la sonrisa cansada de Fabio Aru. El holandés, solo, era una presa fácil. Demasiado esfuerzo. Y seguramente le quedará la duda de que si hubiera aguantado ese kilómetro y medio de La Morcuera, quizás la vida habría sido distinta, quizás todo habría cambiado. Pero Aru y su equipo eran gigantes frente a un Quijote al que se le había mochado la lanza.
La Vuelta la ganó el mejor, Fabio Aru, el que tenía el mejor equipo, el mejor ayudante, Mikel Landa —que el año que viene correrá con Froome en el Sky— y la perdió Dumoulin, el llanero solitario, el que convirtió la Vuelta en una especie de camino de Santiago para convencerse de que su cuerpo ha mutado y que apunta al cielo de las grandes Vueltas... si algún amigo le da conversación y un poquito de ayuda. ¿Y quién le iba a decir que el día que Nibali hizo la tontería de agarrarse a un coche le estaba abriendo la puerta del cielo. Por la noche, quizás se puso en el ordenador Knocking on heavens door de Bob Dylan. Por regodearse, por descansar, por disfrutar. Por reír.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.