Ganar es perder un poco
Cuando el Real Madrid superó en juego al Barcelona y empató el partido con gran peligro de hundimiento del equipo azulgrana cambié el sonido de la retransmisión. De chico cruzaba los dedos, me encomendaba a algún dios desconocido y cerraba los ojos ante el transistor desde el que me hablaban Matías Prats o Miguel Ángel Valdivieso. Lo que quería era apagar la realidad, hacer que mis colores, los del Barça, superaran el maleficio que una delantera todopoderosa, en la que estaban Di Stéfano y Gento, dejara de arrojar sombra sobre mi corazón.
Ha vuelto a ocurrirme y me pasó concretamente el domingo por la noche, cuando el Madrid dispuso en los aledaños del área azulgrana a este jugador tan sutil que se llama Karim Benzema. Fue un vendaval en el que no importaba ya que no estuvieran ni Gento ni Di Stéfano, pues en la memoria ya eran igualmente letales esos otros nombres propios de ahora, Cristiano, Benzema, Bale... Los aficionados padecemos el recuerdo de los malos momentos, y aunque las cosas vayan bien (ese benéfico 1-0 que anotó Mathieu) a los que sufrimos la experiencia de haber perdido ante el mismo equipo nos regresan los miedos con los nombres y los fantasmas que nos asustaban.
El desastre vivió en mí hasta el último suspiro, que además fue mi último suspiro de miedo
Ahora no cruzo los dedos, ni me encomiendo a un dios inexistente; ahora cambio de sintonía, tan solo por la superstición de que quizá es la voz de la radio (o de la televisión) la que produce el maleficio. Y, lo que son las cosas, cuando hice ese cambio, cuando dejé de oír una voz para escuchar la otra (no diré cuál apagué, cuál encendí: no sería justo con esas voces) fue cuando estuvo a punto de marcar el Madrid otra vez para deshacer el discreto encanto que vivíamos hasta entonces los azulgrana. Alves dio un pase maravilloso y raro (pues desde hace siglos Alves pasa siempre al enemigo), lo recogió en la línea de puntos el prodigioso, y laborioso, Luis Suárez, se adentró en el peligro ajeno e hizo el milagro de levantarme el ánimo.
Entonces atribuí el pase raro y el remate flojo pero cabrón de Luis Suárez, y en definitiva el gol de la supervivencia, a ese momento exacto en que me dije: a ver si cambiando de dial cambio también la suerte del equipo. Pues el fútbol es una voluntad que agita la melancolía de perder. Desde que comenzó este encuentro, que vi en casa, con el poeta Julio Llamazares, el autor de Memoria de la nieve, sentí la grave melancolía que nos da la inclemente incertidumbre del fútbol. No sabes qué va a pasar, a pesar de que antes del encuentro apuestes y te hagas el chulo entorpeciendo los deseos de tus adversarios con tus propios deseos exacerbados. No es cierto que estés seguro de nada, ni nada se puede dar por seguro ni en la vida ni en el fútbol; los que exhiben certeza esconden también su miedo en las entretelas de su alma, y no dicen a las claras qué amuletos usan para engañarse diciendo que van a ganar, cuando todo el rato, y por dentro, van perdiendo.
Yo fui perdiendo hasta que el árbitro pitó el final, pues el 2-1 me parecía que era perder un poco, y estuvimos a punto de empatar y hubiera sido un desastre. Pero ese desastre vivió en mí hasta el último suspiro que fue, además, mi último suspiro de miedo. Uf, qué mal lo pasé, sinceramente.
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