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El hombre que vuela en el mar profundo

Miguel Lozano intentará batir a finales de mes el récord del mundo de inmersión libre descendiendo en apnea a más de 121 metros

Miguel Lozano, el día que batió el récord nacional de inmersión libreVídeo: M. L.
Carlos Arribas

Aunque muchas veces se haya dicho, un deportista no pone verdaderamente a prueba los límites de su organismo en un sprint de 100 metros a casi 40 kilómetros por hora o a 2.615 metros de altura después de ascender el Galibier a toda velocidad o en los últimos metros de un maratón corrido a ritmos inferiores a los tres minutos por kilómetro o lanzándose en paracaídas desde la estratosfera en un traje presurizado. Los límites reales solo los rozan, o a veces, trágicamente, los sobrepasan, aquellos que se lanzan al mar profundo y bucean hacia el fondo sin botellas de oxígeno en la espalda que les permitan respirar.

El cuerpo de quien desciende en apnea a más de 100 metros de profundidad sufre tales transformaciones que narradas se convierten en un relato casi de terror: el corazón late tan lentamente, incluso por debajo de las 20 pulsaciones por minuto, y la saturación de oxígeno es tan baja, por debajo incluso del 50%, unas constantes que cualquier médico declararía incompatibles con la vida.

Lozano, sometiéndose a pruebas físicas en el laboratorio de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla con el doctor Santalla.

“Pensarlo impresiona, sí, pero al conocer antes de lanzarnos a la oscuridad lo que le ocurre a nuestro cuerpo ya lo tenemos normalizado. De hecho, gracias a que ocurre todo eso somos capaces de hacerlo, porque el conocimiento en nuestro caso es poder”, dice Miguel Lozano, de Montgat de Mar, Barcelona, que es el español que más profundo ha descendido sin lastre en la cintura ni aletas para propulsarse en la ascensión, hasta 117 metros. “No es ni una locura ni un riesgo. El cuerpo sabe adaptarse a todo. Cuando desciendo soy como una botella de plástico a la que comprimes y aprietas hasta dejarla casi en nada antes de tirarla a la basura; y cuando regreso hacia la superficie, según va descendiendo la presión que me comprime, soy esa misma botella recobrando su forma original poco a poco. Si fuera una botella de cristal, se rompería, y en eso, en cristal rompible, me convierto cuando no soy capaz de relajarme o de llevar a cabo las técnicas necesarias para compensar la presión del agua y la falta de oxígeno”.

Es una batalla de 4m 30s que Miguel Lozano no ganará peleando, sino dejando al cuerpo libre

A veces, Miguel Lozano se sorprendía pensando en cómo iba a cocinar los espagueti de la comida o en qué tenía que comprar en el súper cuando saliera del agua. Unos pensamientos curiosos y peligrosos, pues le invadían en un agujero azul profundo en el mar a 60 o 70 metros de profundidad, adonde había descendido un par de minutos antes después de una simple respiración muy profunda. “Alcanzo entonces tal nivel de relajación, de evasión mental, que me siento como un niño de cuatro años jugando en el agua”, dice Lozano, que describe así el ideal, y casi adictivo, estado de hipercapnia, cuando en la sangre hay más dióxido de carbono (CO2) que oxígeno y el organismo está al borde de la narcolepsia. “Y eso, que es lo que busco, es también un riesgo, porque cuando se desciende en caída libre, hay que estar muy concentrado. Tengo que sentir el agua, estar atento a lo que me rodea, pero, sobre todo, tengo que estar concentrado en los aspectos técnicos y en la relajación para evitar dañar los pulmones generando tensión en mi caja torácica”.

Y solo así podrá sobrevivir Lozano, que actualmente se entrena en el Mar Rojo, en Sharm-el Sheikh (Egipto) para intentar batir a finales de mes en el Dean's Blue Hole, en Bahamas, el récord del mundo de inmersión libre (descenso y ascenso sin peso ni aletas siguiendo una cuerda tensada hasta la profundidad deseada), fijado en abril de 2011 por el neozelandés William Trubridge en 121 metros. El Dean's Blue Hole, el paraíso de la apnea, es la dolina marina, el agujero azul, más profunda del mundo. Es un agujero situado a unos metros de la playa de 202 metros de profundidad y unos 35 metros de diámetro en la superficie, y más de 100 metros en el fondo. Sus aguas son tan transparentes que solo el azul del espectro las atraviesa, y su reflejo en las blanquísimas arenas carbonatadas del fondo regresa a la superficie como un color azul oscurísimo.

Somos como los delfines, estamos adaptados gracias al entrenamiento”

En el mar profundo, en el agujero, después de llenar al máximo los pulmones enormes que acogen hasta 10 litros, y después de sobrellenarlos hasta los 12 litros tragando aire por la boca con bocanadas rapidísimas, movimientos casi compulsivos de los labios como los de un pez agonizante fuera del agua, que se llaman carpas, Lozano entablará durante cuatro minutos y medio una batalla contra un medio hostil que, curiosamente, no ganará peleando, sino rindiéndose, dejándose llevar.

No ganará al mar con adrenalina, sino con control mental, obligando al cuerpo a no responder a los estímulos que le envía el cerebro, guiado siempre por el instinto de supervivencia.

“La mente siempre trata de poner trampas para evitar una situación de riesgo de vida, pero mediante el entrenamiento y la repetición somos capaces de centrarnos en lo realmente importante”, dice el apneísta catalán. “Y aunque estoy centrado en compensar mis oídos para evitar que revienten los tímpanos [lo que consigue abriendo la glotis en un curioso eructo a presión con la boca cerrada que envía aire hacia el oído medio] y relajarme, en algunas ocasiones puedo evadirme, escuchar mi corazón ralentizarse así como notar una ligera presión en mis extremidades por el efecto de la migración de la sangre desde brazos y piernas a los órganos vitales, a corazón, pulmones y cerebro. Es una sensación realmente extraña, pero en cierto modo agradable”.

Un buceador sufre una samba (espasmos) en una prueba de inmersión libre en piscina.

Cuando comienza a descender, Lozano lo hace impulsándose en la cuerda que le guía, para vencer la resistencia del agua, pero alcanzados los 30 metros se pierde la capacidad de flotar y comienza la caída libre a un metro por segundo. Comienza ahí la felicidad para Lozano. “Entonces es el cuerpo el que decide, no la mente, y es como volar bajo el agua, es la fase de placer”, dice el buceador. “Pero rápidamente, cuando se toca fondo y toca regresar y cuando el diafragma, involuntariamente, empieza a golpear para ayudar al corazón a exprimirse, llega la fase del sufrimiento. No es un dolor tan físico, aunque el ascenso, a pulso con los brazos sí que duele, como psicológico. Pero en el fondo somos como los delfines, estamos adaptados gracias al entrenamiento y podemos reducirlo todo a una serie de mecanismos repetidos”.

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Como un delfín justamente llegó a sentirse Jacques Mayol, el gran mito de todos los apneístas, el francés que convirtió la vida en el mar, los descensos en una filosofía de vida, el silencio absoluto en mística, como reflejó, en forma de pelea a muerte con el apneísta italiano Enzo Maiorca, el director francés Luc Besson en la película El gran azul, la obra de culto de todos los apneístas.

La mística, lo que él, con humor, llama “rollo filosófico”, es lo que también encuentra en el mar profundo Lozano, de 35 años, pues su vida como deportista comenzó como una huida y una búsqueda. “De pequeño, en Montgat, practicaba pesca submarina, pero lo dejé cuando me fui a trabajar a Barcelona. Y trabajando me di cuenta de que estaba dejando escaparse a la vida. De lunes a jueves estaba deseando que llegara el viernes, y luego pasaba todo volando. Nunca vivía el momento. Entonces fui a un club de apnea para desestresarme, pues el control de la respiración es magnífico para relajarse, como el yoga o la meditación, y quedé enganchado porque tenía buenas condiciones para la práctica”, dice Lozano, quien dejó el trabajo y la rutina y se instaló en Tenerife, el mejor lugar de España para practicar apnea, y desde allí viaja habitualmente a Egipto, donde trabaja con el italiano Umberto Pelizzari, el sucesor del fallecido y venerado Mayol en su jerarquía, y Bahamas.

“Me gano la vida trabajando medio año como instructor de apnea y con cursillos de relajación a ejecutivos, a futbolistas, a quien lo necesite. El resto del año lo dedico a entrenarme y competir. Pero si quiero batir el récord, un objetivo que en otra ocasión no logré al sufrir un síncope de aguas poco profundas a 10 metros de la superficie, no es porque quiera ser un campeón. Ese no es mi objetivo: solo quiero vivir de mi pasión”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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