Un monólogo en el repecho
Solo Nibali resiste mínimamente las aceleraciones de Contador en el primer final en alto
Lo dice Iván Gutiérrez, que no está en el Tour y es cántabro, y hay que creerle: a veces los ciclistas envidian a las vacas.
Hay días como este de entrada en los Vosgos, tanto pino verde, tanto chaparrón repentino, en los que muchos ciclistas, tantos que arrastran sus penas y su falta de fuerzas por las cuestas empinadas, preferirían ser una de esas vacas que les miran insolentes rumiando desde los prados, sin más deleite que ver pasar el tiempo (y, si tienen suerte y un granjero sensible, escuchar al cuarteto de Charlie Haden al atardecer), y no un aspirante a gigante de la ruta, un deportista admirado al que los ingenieros de caminos modernos, que siguen engañados la creencia de que la recta es el camino más corto entre dos puntos, le han jugado la triste broma de trazar una línea recta, una cinta de asfalto de porcentaje desmedido cortando las suaves curvas tradicionales y virajes que rodeaban en pendiente gradual la subida a una colina como la llamada la Piedra Gorda (la Grosse Pierre) para acortar el camino a la cima.
Hay días, en efecto, como este, en los que solo los que no son ciclistas, o los ciclistas que no están atormentados en el Tour, pagarían por estar en el pelotón aunque marcharan descolgados, pues son días que les hacen sentirse grandes al final, bajo la ducha en el autobús. Sin embargo, por supuesto, si les dieran a elegir, antes que cualquier otro preferirían ser Contador, quien le enseñó la rueda trasera a Nibali en el primer acto de lo que podría llamarse su operación reconquista.
O quizás alguno escogería ser Blel Kadri, quien ganó la etapa después de estar fugado todo el día. Kadri, francés de origen argelino, como el sprinter figura Bouhanni, nació en Burdeos y se cuando su madre se separó del padre se fue con ella a Toulouse (y con sus tres hermanos: curiosamente los cuatro son dos parejas de gemelos), donde abrió una pequeña tienda de ultramarinos. Se hizo ciclista en el club en el que antes habían triunfado Moncoutié y Portal, y a los 27 años ha alcanzado la madurez que le ha permitido, después de dejar a Chavanel, el joven Yates y otros compañeros de fuga en el primer puerto vosguiano, fastidiar a Contador, quien pensaba que no iba nadie delante cuando él atacó, o así lo dijo, y que iba a ganar la etapa. Pero le ganó a Nibali, le sacó 3s en 100 metros, y con eso se sintió feliz.
Contador tiene una manera muy suya de usar las palabras para despojar de grandeza, o de sentido humano, muchas de las acciones que le convierten en un ciclista único, y temido. Nada hay más humano que la rabia, el deseo de revancha, la rebeldía, y todos esos sentimientos guían las decisiones de los campeones, que no admiten nunca la derrota. Por eso se distinguen. Por eso se distingue Contador también, pero cuando se explica prefiere hacer ver que su estrategia la guían solo el cálculo o la necesidad. Todo el pelotón sabía que después de quedarse clavado e incapaz de seguir la rueda de Nibali en el barro del pavés, el chico de Pinto se revolvería a la primera oportunidad para devolverle el golpe al siciliano, para hacer del Tour, siguiendo la famosa tonadilla cubana que cantaba Manuel García, no en un duelo a espada de rivales, sino en un juego de amantes en la cama casi, en un toma y daca en el que a cada riquirriqui de una lado le seguiría un riquirraca del otro.
Y así, la víspera del primer repecho de los Vosgos, Contador disimulaba, silbaba ausente, decía que eso no era para él, que era muy corto y explosivo, que nadie le esperara. Nadie le creía, claro. Nadie dejó de vigilarle, y menos aún cuando, acercándose al primer segunda del día, los fosforitos Tinkoff comandados por Tosatto empezaron a poner en fila al pelotón. Y después de Tosatto fue Paulinho, y después Majka y luego Rogers en un descenso tan vertiginoso que se quedó solo delante; y luego fue Roche en la subida final. Y tras cada acelerón de uno de los chicos de Contador, el pelotón se reducía y se reducía. Y a falta de un kilómetro, como todo el mundo esperaba, aceleró Contador. Pocos metros después, a su rueda trasera intentando no dejarle ni un centímetro y a veces hasta rozándola con la suya delantera, solo estaba, de amarillo vivo, Nibali. Por detrás, era un sálvese quien pueda: Valverde no podía (el agua siempre le fastidia, repite), tampoco apenas Porte ni Vandenbroucke ni Van Garderen; Talansky había vuelto a caerse en una curva, como Fuglsang; de Rui Costa apenas se veía a lo lejos los reflejos de su arcoíris; de Kwiatkowski, nada. Todo estaba a punto para el toma y daca.
Pero no fue un toma y daca, sino un toma y toma; no fue un riquirriqui riquirraca, sino un riquirriqui constante, un monólogo. Contador, luciendo una plenitud de forma que no se le veía en el Tour desde 2009, aceleraba y aceleraba sin parar, con la misma tenacidad y obsesión con la que hace unas semanas logró descorazonar a Froome (el principio de su fin) resistiéndole en la Dauphiné. Y no paró hasta conseguirlo, hasta lograr que Nibali bajara la cabeza, mirara para otro lado y se diera por satisfecho por haber resistido hasta allí. Fue en los últimos 100 metros. Perdió 3s, y, simbólicamente, pasó a Contador el cetro de favorito, o, si no, el de mejor escalador (y el Tour se decidirá en la montaña).
Después, cada uno se encargó de quitar grandeza a lo acaecido en la subida a La Mauselaine, la colinita que domina Gérardmer. “Estoy muy contento, no era una subida que fuera con mis características”, dijo Nibali. “Solo he perdido 3s. Otros años habría perdido más”. Y Contador: “No he atacado a fondo porque me reservaba para ganar la etapa. Solo al final, al ver que el primero ya había llegado hacía dos minutos, ataqué. Y me sorprendió soltar a Nibali, porque era una subida muy corta, que no va con mi estilo”. Como si quisieran que todos fuéramos vacas.
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