Fútbol y principio de autoridad
Si los jugadores se arrean coces y no se les pone límite a su agresividad, surge entre ellos una red de agravios y piques
Ya se dijo aquí en otra ocasión que un partido de fútbol es la representación de una batalla de acuerdo con unas normas. La vigencia de dichas normas durante todo el tiempo que dure el juego, la obligación para ambos contendientes de respetarlas y la autoridad indiscutible de un juez encargado de vigilar su cumplimiento confieren a la batalla un carácter simbólico.
Este criterio de justicia permite poner coto al fuero de los más brutos. El partido lo ganará el equipo que meta más goles, no el que mande el mayor número de adversarios al hospital. La actividad no será bélica, sino deportiva.
Hasta aquí la teoría. Luego están los seres humanos con sus negocios y sus debilidades, sus trampas y sus incoherencias, y no es raro que aquellos que dictan las leyes, las cuestionen; que los que han de cumplirlas, las conculquen, y que el juez incumpla aquel principio básico según el cual no hay justicia sin castigo.
Todo esto, trasladado al deporte, ocurrió el viernes pasado durante el partido que enfrentó a las selecciones de Brasil y Colombia, un escándalo mayúsculo cuya consecuencia más visible, pero no la única, fue el ingreso de Neymar en un centro hospitalario con una fractura de vértebra.
El azar, el destino, un pelín de suerte en medio del infortunio, se pronunciaron en contra de una posible invalidez vitalicia del futbolista brasileño. En cambio, la circunstancia de que se produjera una lesión, aunque no supiéramos de antemano cuál, fue previsible y aun me atrevería a decir que inducida. De hecho, el locutor de la cadena de televisión en la que yo vi el partido presintió durante el descanso que, tal como estaba transcurriendo el partido, corría peligro la salud de los jugadores.
El criterio de justicia y el respeto a las normas permiten poner coto al fuero de los más brutos. Hasta aquí la teoría...
La prensa deportiva de algunos países (la de Alemania, donde yo resido, no cesa de dar vueltas al asunto) afirma que los árbitros de la presente Copa Mundial recibieron instrucciones de la FIFA (por boca al parecer del jefe del Departamento de Arbitraje, el señor Massimo Busacca) para que los árbitros mostraran el menor número posible de tarjetas. En su lugar, estos deberían poner en práctica el recurso de la amonestación verbal con el fin de evitar que el espectáculo saliera perjudicado debido a la ausencia por castigo de estos y los otros jugadores. De confirmarse la imputación, estaríamos ante un acto singularmente grave de injerencia en la potestad de los árbitros. En tal caso no habría más remedio que constatar que el primer paso hacia la lesión de Neymar ya se había dado antes de empezar el partido.
Es costumbre que la primera entrada dura quede impune. Sirve a los dos equipos para tomarle la temperatura a la autoridad del árbitro y a este para hacer un primer gesto de condescendencia o severidad. A la vista de su reacción, los futbolistas se forman una idea bastante concreta de hasta dónde pueden llegar en lo relativo a la dureza del juego. En cualquier lance, el árbitro debe preservar a toda costa la integridad de la ley. Será un buen árbitro si logra tal propósito de manera que el juego discurra sin interrupciones y él pase inadvertido.
El viernes, en el Brasil-Colombia, quedaron impunes o no fueron convenientemente sancionadas numerosas infracciones. Se produjeron 54 faltas señaladas por el árbitro, el español Velasco Carballo, algunas de ellas directamente brutales. 54 faltas en el curso de 90 minutos dan una idea de la clase de espectáculo que presenciamos. La ristra de agresiones duró sin apenas interrupción hasta el final. La lesión de Neymar sucedió pocos minutos antes de acabar el partido. No fue resultado de una jugada habitual. Antes al contrario, consistió en una arremetida en plan kung-fu, por la espalda para más inri, lo que ilustra hasta qué extremo los jugadores se consideraban dispensados de respetar la salud de sus rivales. Tampoco en este caso le fue mostrada tarjeta alguna al agresor.
Abolida la autoridad, muere en el mismo racimo la justicia. Si los jugadores se arrean coces y no se les pone límite a su agresividad, surge entre ellos de forma natural una red de agravios y piques. Tú me has pegado y el árbitro no te ha sacado tarjeta, pues la próxima vez te pegaré yo. No cortar este flujo de violencia es un reproche del que no se puede eximir al señor Velasco Carballo, por más que la FIFA, con misterioso criterio, alabara su actuación, lo que luego no le impidió anunciar una investigación de la jugada que condujo a la lesión de Neymar.
En el recuerdo quedan imágenes de jugadores que agarran o tocan al árbitro, que le hacen gestos de ostensible desprecio, que le hablan de cerca y a gritos, señales todas ellas indicativas de una merma grave de su autoridad. Y donde no hay autoridad, es inevitable que cada cual se invente la ley y la aplique como le plazca y convenga.
En tales ocasiones prevalecen siempre los más fuertes y despiadados. Es lo que ocurría hace unas cuantas décadas en los campos de fútbol, cuando era usual que se enfrentaran búfalos contra bisontes y los jugadores más creativos, los hábiles y ligeros que ponen una nota estética en el espectáculo y deleitan al público con sus genialidades, duraban poco tiempo de pie. Sin autoridad que los protegiera, estaban fatalmente destinados a una suerte similar a la de Neymar el otro día, cuya lesión lleva, sí, la firma de Camilo Zúñiga, pero también la de otros.
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