Líder, cuarentón, ‘hippy’, japonés...
Christopher Horner, de 41 años, gana la tercera etapa y se convierte en el jefe más viejo de la Vuelta
¿Y cómo es él? Pues es un tipo distinto, caravanero, americano nacido en Okinawa, Japón, porque se nace donde toca y porque había que honrar a Pepe Rubianes, al que sin duda Christopher Horner no conoce ni por asomo, que un día dijo: “Era un gallego porque nací en Galicia, (aquí en Vilagarcía de Arousa), aunque casi nunca viví allí, y catalán porque siempre he vivido en Cataluña aunque nunca nací allí”. A Rubianes se le conocía porque fue Makinavaja en la serie de televisión (antes de que Pajares sufriera las adversas comparaciones) y porque se metió con la España cañí, lo que le costó suspender su obra Todos somos Lorca en el Teatro Español, asaetado por el nacionalismo carpetovetónico. ¿Y cómo es él?, ese tal Horner, que se enfiló en la subida al Mirador de Lobeira, un puerto pequeño, de apenas cinco kilómetros, con desniveles saludables; un puerto para listos más que para fuertes. Y en esto llegó él (el cuarentón, que en octubre cumplirá 42 años), que llegó de Estados Unidos para triunfar en Europa y se volvió a Estados Unidos tras fracasar en Europa, y tiró de caravana, antes de regresar, como un taxi driver sin pasajeros, sin saber a dónde llegar, menos aún a dónde ir.
Horner se enfiló en la subida al Mirador de Lobeira, un puerto pequeño, con desniveles saludables; un puerto para listos más que para fuertes
Horner ya es un ganador de etapa. Más: es el líder de la Vuela con 41 años, mirando de reojillo a la chavalería que le escolta, que le guía el camino o que le mira el dorsal, según los casos. Probablemente es el líder más viejo de la Vuelta a España, o el más sabio, o el más valiente o el más juicioso. Listo fue para salir, con un arreón en el momento justo con un golpetazo que sonaba a guitarrazo de Jimi Hendrix o griterío sabio de Janis Joplin. El abuelo había sacado la guitarra del armario y le dio dos meneos que supieron a gloria. No era un escenario singular. No era el Madison, ni Covent Garden, ni nada parecido, era el dominio del Faro das Luas, una subida bella pero corta donde había que andar listo más que fuerte, vivaz más que calculador. Y Horner tiró de oficio, allá cuando asomaba la pirámide de Lobeira, tan azotada por los incendios en los últimos años, y pegó un arreón de los que te dejan seco, clavado, un instinto de aquellos años cuando las guitarras llevaban cable, y dejó solos y compuestos a dos voraces: Valverde y Purito, que habían señalado este final de etapa como el más apropiado para su golpe de pedal, olvidando que el pedal también es cosa de guitarristas de antaño.
Otros se quedaron por el camino. Primero se cayó Henao; luego Simon Gerrans, y Mikel Nieve, porque al Euskaltel le ha mirado la diosa del infortunio y medio equipo tiró de él para reintegrarle a la amistad del pelotón y dar al equipo sentenciado un motivo para vivir lo que queda.
El viento, los puentes, el viento. Vilagarcía de Arousa era un buen lugar para dejar de fumar, porque encender un cigarrillo era una heroicidad, habida cuenta de que en los locales está prohibido fumar. Soplaba el viento incendiando las banderas y cambiaba como una serpiente en cada recodo. Y así se fueron cayendo unos y otros, por imprudencia, por prudencia, por ser una multitud en vías estrechas. Y allí arriba Horner, el cuarentón feliz, el que se suponía que ponía los discos de Deep Purple (a los Monkees no llegaba), se iluminaba como líder, con la sonrisa cómplice de Nibali que aún no quiere ser ganador y los temblores de los que cayeron o sintieron ese cosquilleo en las piernas. A Valverde y Purito se les fue la etapa por tres segundos. Y a Urán, a Mollema, a Scarponi, a Basso. Todos mirando a ese cuarentón que, según dijo corre “cada etapa como si fuera la última”. Y resulta que es líder y quizás por varios días. ¿Y cómo es él? Pues es así. Como es él.
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