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Exploradores del siglo XXI, extraños de la ciudad

Iker y Eneko Pou, dos de los grandes referentes mundiales de la escalada, hablan de su estilo de vida: “En la montaña no hay falsedad”

Eneko, en primer plano, e Iker Pou, en el Mont Blanc, en 2006
Eneko, en primer plano, e Iker Pou, en el Mont Blanc, en 2006pouanaiak.com

¿Qué se siente al pisar donde nadie ha pisado nunca? ¿Al verlo todo desde la cumbre? ¿Al volver al asfalto y al humo? Iker (Vitoria, 1977) y Eneko Pou (Vitoria, 1974) llevan años viajando por el mundo, casi a la manera de los antiguos exploradores: han trepado por las paredes más empinadas, por paredes heladas y por las más escondidas, pero se pierden en Madrid, donde están de paso para unas jornadas sobre montaña y aventura. Son extraños en la ciudad porque han elegido que su sitio está donde los demás no ponen el pie.

La vida de los Pou es aventura y ellos creen que no hay nada mejor. “Si pudiéramos seguir así hasta los 80 años lo haríamos. En la ciudad nos aburrimos muy rápido: visitamos un poco a los amigos y salimos corriendo. Si tienes la oportunidad, este tipo de vida no se cambia”, explica Eneko. Como Dersu Uzala, el guía que se ahogaba en la ciudad. Su vida consiste en juntar viaje y escalada, y les pagan por ello. Un ambicioso proyecto les puso en el mapa en 2003. Se llamó “Siete paredes, siete continentes” y duró siete años: escalaron El Capitán (en Yosemite, Estados Unidos), el Pico Urriellu (en el Naranjo de Bulnes, en los Picos de Europa), el Tsaranoro (Madagascar), el Totem Pole (Australia), el Trango (Pakistán), el Fitz Roy (Argentina) y el Zerua Peak, una montaña virgen en la Antártida; desde entonces se ganan la vida trepando. “Los patrocinadores nos permiten llevar a cabo nuestro sueño. Pero no hacemos esto en clave de trabajo, nunca lo hemos hecho”, matiza Eneko; “al final, no habría dinero que te pudiese pagar la actividad de montaña: es demasiado duro y arriesgado”.

“Nuestro mensaje es el de un cierto estilo de vida. No vale todo por el dinero. Es más importante el afán de superación y el crecimiento como persona que compararme con el de al lado”, razonan. Dicen que la escalada es el contacto con un paisaje helado o con una montaña salvaje. “Es que quien mantiene el contacto con la naturaleza tiene mucho ganado”, cuenta Eneko. “La actividad se puede hacer en un rocódromo, pero es un sucedáneo porque donde te vas a empapar de la actividad y vas a crecer es en la montaña”. Reivindicando la montaña como un estilo de vida y la escalada como una búsqueda de los límites propios se han convertido en una especie de “rompehielos”, según Iker: “Había himalayismo, pero no se conocía la escalada de grandes paredes”, cuenta Iker. Hoy, según explican, la principal vía de entrada a la montaña es la escalada y ya no parecen tan locos, aunque siguen siendo visionarios. Para ellos, la escalada es a veces un arte; les pasa cuando descubren un camino a la cumbre en el que nadie ha puesto el pie. Deciden entonces que van a subir y suben, con unos dedos cincelados por la roca y quemados por el hielo. Este verano abrieron cuatro nuevas vías en el Ártico.

Iker y Eneko Pou, en la vía El Niño, en El Capitán, su primera expedición del proyecto "Siete paredes, siete continentes"
Iker y Eneko Pou, en la vía El Niño, en El Capitán, su primera expedición del proyecto "Siete paredes, siete continentes"pouniak.com

Pero más que el camino a la cumbre, la escalada es la aventura para descubrir el mundo y descubrirse a uno mismo. Eneko Pou explica cuál es el poso que deja la montaña: “Cuando estás en una gran ciudad tienes muchas cosas que te distraen de lo principal, que es sobrevivir y si se puede, llegar a viejo disfrutando de la vida. En la montaña, eso se simplifica. Es donde se ve a la persona de verdad: estás en una situación extrema y eres tú. Y demuestras si eres tan bueno como pensabas, si tenías tanta cabeza como pensabas, si valías tanto. En la montaña no hay falsedad”. Han dormido en una pared, colgando hacia el vacío, se les han congelado pies y manos, y muchas veces han temido por su vida, solos allí en lo más alto, a veces sin saber cómo bajar. Distendidos, confirman entre risas que tres escaladores franceses propusieron su canonización al Vaticano después de que los vitorianos les salvaran la vida en el Fitz Roy. Y después de todo, hay entre ellos una comunicación “casi implícita”. “Te enfadas más rápido que con otro, pero también lo solucionas más fácilmente”, desvela Iker.

No están locos aunque se jueguen la vida en cada aventura o aunque “para relajar” elijan pasar unos días haciendo psicobloc, colgándose de apenas un dedo y, cuando el agarre falla, cayendo al agua desde 20 o 25 metros. Escalando El Capitán, en Yosemite, vieron el abismo de frente y boca abajo, cuando el vivac se revolvió en plena noche. “Es bonito instalarte en plena pared del Mont Blanc y estar con las piernas colgando”, resume Iker, que explica que hay un punto de no retorno en la escalada: ‘aquí todavía puedo bajar; después, no’: “Si no lo vemos claro, nos bajamos”. “Pero tenemos bastante claro que la supervivencia es lo primero porque nos gusta demasiado lo que hacemos. A nosotros nos gusta vivir. Y sabemos que podemos hacer las cosas perfectas y tener un accidente muy grave”, completa Eneko.

Arriba lo que hay es “libertad”. Eso, y en su caso, la sensación de sentirse un poco explorador. A la manera machadiana, dice Eneko que se hace camino al andar. O al escalar. “Sentirte como Shackleton en el Polo Sur, o como Scott o Amundsen, es muy difícil en 2012. Eso te coloca en otra dimensión porque antes de escalar tienes que explorar la zona y la pared y meterte en la aventura. Sin saber los metros que tiene ni los riesgos”. A ciegas, como hace un siglo: “Los 8.000 metros en vía normal se hicieron entre 1950 y 1964. Hay que ir a por otras cosas”. Lo próximo será algo “muy vertical y vanguardista”, aunque aún deben perfilar los detalles. Iker y Eneko Pou tienen los pies en la tierra pero no en el suelo.

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