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Luis León, la memoria genética y el instinto

El murciano de Mula logra al tercer intento su cuarta victoria en el Tour, mientras por detrás, el lanzamiento de clavos en la carretera provoca más de 30 pinchazos en la última ascensión

Carlos Arribas
Luis León Sánchez celebra su victoria de etapa
Luis León Sánchez celebra su victoria de etapaGUILLAUME HORCAJUELO (EFE)

Antes de bajar del autocar, Valverde se pone de puntillas para mirarse en el retrovisor del conductor. Quiere verse guapo. Nadie se lo dice últimamente. Necesita sentirse querido, corre para que le quieran, como otros escriben, pero le dicen otras cosas. Le dicen, por ejemplo, que para recuperar la moral y la autoestima lo mejor es hacer algo bien, meterse en la fuga del día, por ejemplo. Y ya puestos, ganar la etapa. “Si yo lo intento, pero es muy difícil”, dice Valverde, quien le podría pedir prestado el manual a su paisano y amigo Luis León Sánchez, un especialista, que se llevó ayer los elogios, los gritos de guapo —cada vez más Chet Baker, tan chupado—, y el estremecimiento de placer de entrar en una ciudad rendida a sus pies solo y vencedor glorioso.

Quien está para ser gordo, engorda, así funciona el cuerpo, por mucha capacidad de adaptación que también se permita. Como las células del cuerpo humano, las moléculas del pelotón, los corredores, tienen memoria genética propia, un recuerdo heredado de cosas no vividas, ni siquiera oídas, que se manifiesta en un comportamiento fijo ante determinados acontecimientos. Cuando la respuesta es colectiva, lo llaman código, como el que se aplicó en la cima del bien llamado Muro de Péguère, cuando la epidemia de pinchazos y el patrón de amarillo, Brad Wiggins, mandó parar.

Pinchó Evans, pobre, siempre él, y como sus gestos desesperados pidiendo una rueda, una rueda, a un coche que no llegaba; los de los miembros de su equipo cuando al final llegó la rueda, y hasta un coche lleno de bicicletas y empezaron a cambiársela, los de sus compañeros que se tiraban de la bici sobre la marcha para auxiliarle; eran tan desmesurados y acelerados, todo pareció de pronto una secuencia de una película de Charlot.

Pinchó Evans, pobre, siempre él, con sus gestos desesperados pidiendo una rueda, a un coche que no llegaba; todo pareció de pronto una secuencia de una película de Charlot

Las risas en la sala de prensa duraron nada, lo que se tardó en descubrir que, como Evans, 30 más, y que algunos, como el pobre Kiserlovski, se habían caído después de pinchar también al comienzo del descenso del horrible Muro. La compasión dio lugar inmediatamente a la indignación, al saberse que unos clavos de tapicero, negros, de ancha cabeza, lanzados al asfalto por manos desconocidas, y con intenciones ignotas más allá de la de hacer daño, habían sido los causantes de los pinchazos. Gracias a ello, la epidemia fue una de cebolletas eminentes en la sala de prensa. Ninguno recordó haber vivido lo que pasó en el Tour de 1904, tantos clavos, pero sí los tiempos, ya en los años 30, en que los espectadores del Giro provocaban pinchazos para robar a los ciclistas.

Y de la misma manera varió el juicio al comportamiento del grupo de cabeza, los no pinchados, que, código obliga, decidieron esperar a que todos se reintegraran. Cuando se creía que era solo Evans el afectado, se alabó la nobleza de Wiggins (el antiContador, aquel que atacó al enemigo averiado), se pensó también en la soberbia que encerraba el gesto —un decirle: Cadel, eres un ex, eres el dorsal número uno, y por eso paramos, pero también en este gesto entenderás que no necesito atacarte a traición para ganarte el Tour—, y también en la falta de sangre de los chicos nuevos. Después, con el conocimiento, toda la ira se concentró contra Pierre Rolland, quien siguiendo, quizás, la memoria genética, transmitida vía voces de pinganillo, de su director, Bernaudeau, atacó, y dos veces, cuando todos estaban parados. “Qué triste”, dijo Wiggins. “Qué feo”, dijo Zubeldia. “Lo siento, no sabía nada”, dijo Rolland, quien no iba a ninguna parte, pues la fuga en la que mandaba Luis León había pasado ya hacía 18 minutos.

Cuando la memoria genética actúa de forma individual, se habla de instinto. A 11 kilómetros de la meta, ante una pequeña cuesta, mientras Sagan, que más que memoria luce desmemoria —exhibe sus tremendas fuerzas en Péguère, con lo que asusta a sus compañeros de fuga, Luisle, Casar, Gilbert y Gorka Izagirre, mientras los maestros dicen que siempre hay que hacer creer que se está peor de como se está—, se despista tomando una glucosa, el de Mula ataca fuerte, escuadra los codos, agarra al revés las manetas del freno y apoya las muñecas en el manillar.

El golpe justo en el momento justo, una demostración de arte. Detrás, ni Gorka ni Casar aceleran, pues saben que sería llevar en carroza a Gilbert y Sagan, más rápidos; y estos no quieren gastar ni un átomo de las fuerzas que necesitarán en el sprint. Mientras, Luisle, que esta vez ha necesitado tres intentos, él que suele hacerlo siempre a la primera, y la cercanía del sur, la luz gris, lechosa de los Pirineos ayer, vuela hacia el estremecimiento, hacia su cuarta victoria de etapa en los cinco últimos Tours, su especialidad.

Prólogo: Las variaciones Cancellara

Primera etapa: Los domingos generosos

Segunda etapa: Contra la melancolía, Cavendish

Tercera etapa: La construcción del personaje Sagan

Cuarta etapa: ¿Será Greipel el bosón de Higgs?

Quinta etapa: Y una montaña en San Quintín

Sexta etapa: Una guerra de guerrillas

Séptima etapa: El 'nuevo ciclismo' toma el poder

Octava etapa: Wiggins y sus 'enemigos'

Novena etapa: Wiggins, un Indurain muy locuaz

Décima etapa: Los maquis del Grand Colombier

Undécima etapa: Cuando el segundo es mejor que el primero

Duodécima etapa: Pedaleando en la luz

Decimotercera etapa: 14 de julio en Sète con Wiggins

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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