El peso de la púrpura
El Athletic sucumbió a la responsabilidad social de un entorno entregado a la causa
Quien más quien menos se había fabricado un recuerdo de la final de Bucarest: que si un pequeño tatuaje, que si un nombre en la bota, que si una pulsera. Era un día especial, se decía, para un equipo especial. San Mamés, abarrotado, era un hervidero de fe y esperanza. Bilbao entero y medio Bucarest llevaban el escudo de los leones en su apuesta rojiblanca. Hacía muchos años, muchísimos, que el Athletic no se veía envuelto en una parafernalia similar. Y la esperanza, el peso de la púrpura, devoró a los mismos futbolistas que se habían movido por escenarios más difíciles con desparpajo y atrevimiento.
Fue pisar el césped del Estadio Nacional de Bucarest y caérseles la final encima. Más de la mitad de los 10 primeros pases fueron erróneos. Se esperaba mayor cuajo por parte de los más experimentados de la plantilla, pese a su juventud. No en vano Javi Martínez y Llorente son campeones del mundo, Herrera, Muniain y San José (que no jugó), campeones europeos sub 21 (como Javi Martínez) y Amorebieta ya sabe lo que es ganar con Venezuela a la Argentina de Messi y además consiguiendo el gol de la victoria. Pero no fue así.
Los nervios se soltaron convertidos en lágrimas sobre el césped del estadio. Lágrimas de muchachos vacíos por dentro y por fuera que ayer en su práctica totalidad experimentaron su primera decepción. Estaban acostumbrados a ganar, levantar títulos, a obtener el reconocimiento general por su fútbol alegre y corporativo.
En Bucarest cayeron a la lona. Herrera reconocía que fue el momento “más duro” de toda su carrera. Muchos no quisieron o no podían hablar. La primera decepción no se olvida.
Herrera reconocía que fue el momento “más duro” de toda su carrera. Muchos no quisieron o no podían hablar. La primera decepción no se olvida
No hubo fiesta rojiblanca, salvo la particular que había organizado un grupo de aficionados alquilando una discoteca, fuera cual fuera el resultado. Pero el ambiente no era el mismo. Ni los aplausos sinceros de los aficionados cuando los futbolistas subieron al avión. Algún grito lejano de ¡Athletic, Athletic!, con poco seguimiento coral. Caras tristes y serias como las de los seguidores que, por la hora en que se produjo el viaje, pronto sustituyeron el sueño de la Copa por el sueño físico.
Más que sueño, la pesadilla se apoderó de los primeros vuelos que tenían que salir del colapsado aeropuerto de Bucarest. Calor agobiante, falta de aire acondicionado, salas de embarque sin servicios para esperas larguísimas, vuelos retrasados durante más de cinco horas que motivaron una queja oficial del Athletic a la organización de la final por el trato recibido por sus aficionados en este aspecto. El único lunar (resultado aparte) de una fiesta futbolística sin incidente alguno entre aficiones y con aplausos finales para vencedores y vencidos.
La afición tomó otra vez la iniciativa para levantar un ánimo tan decaído que algunos futbolistas, muchas horas después del encuentro, aún habían accedido al avión con lágrimas en los ojos. No había aficionados en la terminal del aeropuerto de Bilbao, pero varios cientos les aguardaban en las instalaciones de Lezama como si quisieran levantarlos uno a uno de la lona del desconsuelo. Queda la Copa, es el nuevo lema de una afición que se niega a repetir la depresión de 1977, cuando el Athletic perdió dos finales idénticas a las actuales, aunque de una forma más dramática, con mayor sufrimiento. Bilbao ya mira a la Copa aunque Bielsa y los suyos sigan reviviendo una mala noche en Bucarest.
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