Carnaval en Gurtelandia
En el fútbol y en la vida, las ocasiones fallidas son, a veces, más decisivas que los goles. Ese balón al travesaño que, un centímetro abajo, habría entrado. Ese tiro a puerta vacía que, por indecisión o precipitación, no llega al fondo de la red. Ese fuera de juego que el linier señala indebidamente. Ese penalti que el árbitro no pita.
Estas y otras circunstancias hacen que, frecuentemente, se atribuya el resultado a la buena o la mala suerte. Pero ¿y si la suerte no existiera? ¿Y si todo obedeciera a eso que, a posteriori, denominamos destino? ¿Y si el destino se llamara mercado? Ya no se trata de regalar relojes como antaño. Ni circulan maletines subrepticios. Ahora el destino se compra de antemano. Solo una letra diferencia la cantera de la cartera, pero la suerte se paga al contado. Dicho y hecho, la Liga de dos ya es de uno. Se llama Florentino.
Eso, al menos, opinaba Procopio tras el patinazo del Barça en Pamplona. Para nuestra perspicaz psicóloga Gina Pi, también conocida como Tres Catorce Dieciséis, los comentarios de Procopio eran gregarios, obvios y superfluos y los periódicos de papel también. Al menos, antaño sus páginas servían para envolver el pescado. Ahora solo nos dicen lo que ya sabemos desde el día anterior y, para colmo, tomándonos por tontos, se obstinan en dictarnos lo que debemos pensar. Tan obtuso proceder no merecía, a su entender, que cortaran un árbol más para hacer papel.
Por supuesto, Procopio no era de su parecer. El periódico del día siguiente era, para él, la única huella dactilar, que no digital, de lo sucedido ayer. No vivía como otros abducido por una pantalla fluctuante donde cualquiera podía, aparte de robar el trabajo ajeno, meter sandeces aderezadas con aleccionadoras faltas de ortografía a la manera de Camps en su Cum Laude. Gina Pi, por el contrario, consideraba Internet como el democrático muestrario del inconsciente colectivo en el que la irracionalidad es reciclada en un cubo de basura con más brillo y esplendor que el del Diccionario biográfico español de la muy Residual Academia de la Historia.
Pero estas disquisiciones no alteraban la cotidianidad de Gurtelandia, un país de cuento de hadas y piratas, donde los delincuentes se convertían en justicieros y, con revuelo de togas y sotanas, obispos y magistrados regresaban ufanos a los viejos tiempos. "Seguiréis jugando al fútbol sobre fosas sin nombre y votaréis embriagados por los efluvios de la corrupción. Podréis, eso sí, intercambiar opiniones, siempre y cuando respetéis las del sacrosanto Tribunal Supremo. Y, por si alguno, de puertas adentro, experimentara ese sentimiento en desuso llamado vergüenza ajena, este Gobierno debería hacer campaña, de puertas afuera, para preservar el buen nombre internacional de la Justicia española como hizo con el deporte nacional", dijo una de las hadas madrinas que pasaba por allí y cuyo parecido con Gabriela Bravo, portavoz del Consejo del Poder Judicial, resultaba sorprendente.
"Siempre es carnaval en Gurtelandia", advirtió Gina Pi, "y debemos saber que, tanto en el fútbol como en la vida, la única causa verdadera es la conjunción de varias causas", y se tumbó en el diván, con su característico desparpajo. Procopio la contempló perplejo y se decidió a decir lo que le rondaba por el cerebelo. "Ateniéndonos a la nueva ley que facilita y abarata el despido", arguyó, "si el país no funcionara durante el plazo previsto, nos asistiría el derecho a echar a nuestros gobernantes, ¿acaso no somos nosotros la parte contratante?".
En un parpadeo, Tres Catorce Dieciséis abrió y cruzó las piernas y, desbaratando la sonrisa a lo Mitzi Gaynor, rompió a reír y recordó a Procopio que precisamente la bella portavoz del Poder Judicial, vehemente defensora de la Justicia, había advertido a los españoles, con cínica impudicia, de que no todos los imputados son iguales. Al parecer, se refería a una cuestión de notoriedad. Por ejemplo, si fueras un famoso jugador de balonmano, no tendrías que entrar y salir de la Audiencia andando. Esa sería la diferencia entre ser un deportista de élite o un simple ciudadano. O, en el peor de los casos, si fueras un juez sospechoso de sospechar que algo huele a podrido en Dinamarca, entrarías a pie y previamente zancadilleado.
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