Temía Juanma Lillo el éxtasis de tranquilidad del Almería, el tercero de la Liga desde que se sienta en su banquillo. Y temía las jugadas poderosas, más que de estrategia, del Athletic a balón parado. Todas las pesadillas confluyeron en el minuto 12 , cuando Gabilondo sacó un córner, sin demasiada malicia, que acabó en la cabeza de Javi Martínez, el más temible y el más abandonado a su magnífica suerte. Ahí empezó a desangrarse el Almería y a permitir que los vampiros del Athletic chuparan cada gota de sangre con tiempo para relamerse. Tanto tiempo que incluso Gabilondo se permitió el lujo de fallar un gol incomprensible a un metro de una portería vacía, de pie, viendo el balón, solo, tranquilo, sin portero. Y tuvo tiempo para que Llorente fallase el enésimo penalti de la temporada rojiblanca confirmando la teoría de que el Athletic prefiere córners a penaltis. Fútbol sobre ruedas entre un equipo confiado y otro cansino. Al Almería de Lillo le gusta el balón, juega pensando en él, pero esta vez padeció su propio diagnóstico. Dice Lillo que a veces las derrotas no hay que analizarlas en exceso porque se puede producir «parálisis por análisis». A su equipo le pasó un poco eso. Analizó, estudió, midió tanto al rival que cuando quiso llegar a una conclusión iba perdiendo por dos a cero. Gabilondo, que había pasado a la historia de los goles fallados, se sacó un zurdazo de los suyos, esos dificultosos, los panorámicos, para poner el balón donde jamás podría llegar Alves pese a su magnífica agilidad. El Athletic se había encontrado con dos goles así por así, sin demasiada hilazón, sin alambiques con el balón, y el Almería aún no se había encontrado a sí mismo. Perdido Corona, extrañado el ligero Vargas, parecía que el equipo dependiese del central Pellerano, como si sólo de lejos se viera mejor el fútbol, como si los de delante vieran antes la grada que la portería de Iraizoz. Y ahí se encontró en su salsa el Athletic, especialmente Javi Martínez. El navarro disfruta con los futbolistas que no le exigen tirar de su abultada reserva de diésel. Ahí se impone. Y se gusta. Y se anima tanto que es capaz de hacer un segundo gol de maestro, como demostrando que bajo su carcasa de gladiador se esconde un fino estilista. Quiebro a la derecha, taconazo para quitarse a la vez a dos defensas de en medio y disparo al palo que protegía el portero. Todo al revés de lo previsible, todo a la altura de los genios cuando el rival les frota lo suficiente para que salgan de la lámpara. Llorente, con la soga al cuello del horroroso penalti que lanzó (en realidad, fue una cesión al portero), empaló un pase del bullicioso Toquero para redimir sus males y seguir engordando su cuenta. Y el Almería, sin enterarse hasta que Lillo dio entrada a dos tipos singulares, Crusat y Piatti. Dos balas, de esas que el Athletic no sabe esquivar. El Athletic agradece los delanteros tipo Goitom, grandullones, previsibles, fortachones. En esa pelea se crece la defensa y se agigantan tipos como Amorebieta o San José, con el objetivo fijo en la mente. Otros como Piatti les buscan las cosquillas, tanto que hizo un gol, el del honor, el del homenaje al fútbol que predica Lillo, pero que con cuatro goles en contra no lo arregla ni un vía crucis. Fue el día más feliz del Athletic, el único en que ganó sin despeinarse, sin sufrir, casi sin ponerse a prueba.
