El ministro de Cultura carga la suerte contra la tauromaquia, pero no se atreve a salir a hombros
Tras la exclusión del toreo de las Medallas de Bellas Artes, Ernest Urtasun lo tiene fácil: proponer la prohibición de los toros y exponerse, si es valeroso, a una seria voltereta
No es concebible que el presidente del Gobierno de España (el actual o cualquier otro) elija para la responsabilidad del Ministerio de Cultura a una persona que haya hecho profesión de fe pública de su rechazo frontal a un sector cultural de primer orden; el cine español, por ejemplo. No es imaginable que una persona que ha declarado que el cine español es una actividad inaceptable, salvaje y deleznable ―continúa el símil― sea quien esté llamado a defenderlo. Sería una contradicción en sí mismo, y, además, revelaría que quien lo ha nombrado ―el presidente actual o cualquier otro― es el primer enemigo del sector.
Se trata, sin duda, de una ficción, impropia de un guionista de medio pelo, ilógica a todas luces, fuera de toda razón e inaceptable en la España de hoy. Es decir, no parece que pueda existir quien pueda cometer tal tropelía.
Pero ha sucedido (la realidad supera siempre a la ficción), y no con el cine, sino con los toros. Resulta que fue elegido para el Ministerio de Cultura un señor que lleva a gala su radical oposición a la tauromaquia, a la que antes de ser ministro calificó como “una actividad injusta, sádica y despreciable”, y ahora no tiene reparos, normal por otra parte, en mantener su rechazo sin paliativos.
Probablemente, hizo bien el presidente en nombrar a este señor con méritos para el cargo de ministro, y este hace lo propio en proclamar su antitaurismo a los cuatro vientos, pero a ninguno de los dos se les escapa un detalle relevante. Ambos han jurado o prometido cumplir y hacer cumplir la Constitución, de donde emanan todas las leyes. Entre ellas, la ley 18/2013 que regula la tauromaquia como patrimonio cultural de este país.
Nadie con un mínimo de sensatez puede estar de acuerdo con el maltrato animal, pero confundirlo con la fiesta de los toros exigiría una reflexión serena
El ciudadano que figura al frente de Cultura puede ser antitaurino, pero no el ministro; y, sobre todo, no puede hacer dejación de su obligación de “garantizar la conservación de la tauromaquia y promover su enriquecimiento”, como dice la citada norma en su artículo tercero.
Es decir, que si el ministro no cumple la ley está haciendo algo ilegal, y alguien podría y debería pedirle cuentas.
Hace unos días, el ministro decía en este periódico que “hay un derecho esencial y primario: el derecho a la libertad de expresión”, y añadía: “Cuando hablamos de derechos culturales, nosotros nos referimos sobre todo al derecho a la creación: como ciudadano tienes derecho a crear y a que tu país te permita acceder a la creación artística”.
No se refería a los toros, lógicamente, a los que él no considera cultura, y concluía con dos frases cargadas de interés. La primera: “Una gran mayoría de la sociedad no está de acuerdo con el maltrato animal”. Nadie con un mínimo de sensatez puede estar de acuerdo con el maltrato animal, pero sería necesario abrir un serio debate sobre este asunto, que abarcaría, por ejemplo, al maltrato humano, a la violencia en televisión, a los videojuegos (¿educación o violencia?), al animalismo (¿modernidad o barbarie?) y a las consecuencias sociales de un malentendido mascotismo (¿una nueva forma de amor o tiranía?). Confundir la fiesta de los toros con el maltrato en esta sociedad nuestra exige, como mínimo, un análisis sereno.
Y la segunda: “Yo decidí”, añadía el ministro, “no dar ninguna Medalla de Bellas Artes a nadie relacionado con alguna actividad que tuviera que ver con el maltrato animal”. Pues esa es una decisión injusta y presuntamente ilegal porque no respeta el real decreto que regula la concesión de este premio, que dice textualmente que “se otorgará para distinguir a las personas y entidades que hayan destacado de modo eminente en el campo de la creación artística y cultural”. Pero como el ministro considera por su cuenta que la tauromaquia no es cultura, pues no concede distinción alguna a sus creadores.
Por cierto, ¿habrá este año Premio Nacional de Tauromaquia? ¿Recibirá la Fundación Toro de Lidia los 35.000 euros de subvención que Cultura le otorga desde 2019?
Claro que este dilema tiene una fácil solución: derogar la ley de 2013 y prohibir los toros.
En esa misma entrevista se le pregunta al ministro si va a afectar a su gestión su posición contraria a los toros, y el político cambia de tercio y calla.
Quizá, porque no debe ser fácil coger al toro por los cuernos, embraguetarse ante la opinión pública y dar la puntilla a la fiesta. No debe ser fácil ponerse el mundo por montera, acelerar la operación de acoso y derribo y exponerse a un serio revolcón.
Un serio revolcón electoral, entiéndase. Pero si el ministro piensa que los toros son maltrato animal y que una gran mayoría social está en contra de la fiesta, no habría problema en prohibirlos en un momento en el que, además, el Gobierno cuenta con mayoría parlamentaria para ello.
Pero una cosa es que el ministro y el presidente que lo nombró sean antitaurinos, y otra que España lo sea. No es lo mismo no ser aficionado a los toros que ser antitaurino.
Los toros están en crisis, claro que sí, pero no moribundos. Ya no figuran como ‘la fiesta nacional’ de antaño, pero forman parte de la diversión, la emoción y el sentimiento de millones de ciudadanos. Todos ellos merecen un respeto, y se pueden sentir muy ofendidos si alguien osa cerrar las plazas. Y no solo eso: da la casualidad de que la fiesta está protegida por una ley que los políticos, los de ahora y los de antes, se han negado y se niegan a cumplir.
Que el ministro y el presidente que lo nombró sean antitaurinos no significa que España lo sea; no es lo mismo no ser aficionado a los toros que ser antitaurino
El ministro cuenta con una ventaja: ser animalista y antitaurino está de moda, es políticamente correcto y un signo de progresía y altura moral. Pero de ahí a derogar la ley que protege la fiesta, aunque no se respete, hay un largo trecho. Con el pan no se juega, pensarán el ministro y el presidente que lo nombró.
Es decir, que todo apunta a que la fiesta se acabará el día que así lo decidan los espectadores, cuando las plazas ofrezcan un monumental vacío y sea la sociedad la que opte por otros caminos.
No obstante, el ministro tiene ante sí una oportunidad de oro para entrar a hombros en la historia como el político que consiguió la derogación de la fiesta de los toros, pero da la impresión de que prefiere asomarse al balcón desde el ministerio, dar una larga cambiada al problema, y cortarse la coleta el día que lo cesen con la conciencia tranquila de que no renunció a su ideología.
Es una pena que no le gusten los toros, porque planta de torero tiene Ernest Urtasun, el ministro. Rasúresele la poblada barba, que el sastre le haga a medida un traje de luces corinto y oro, mantenga la mirada altiva, la suya, y listo quedaría para un brillante paseíllo.
De tal modo, no tendría que echar de menos, quién sabe, los versos de Manuel Machado: “Medio gitano y medio parisién ―dice el vulgo―, con Montmartre y con la Macarena comulgo... Y antes que tal poeta, mi deseo primero hubiera sido ser un buen banderillero”.
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