Impiedad
Tres exposiciones para no perderse: Vieira da Cunha, en el Guggenheim, Juan Uslé en el Reina Sofía y Gerard Richter en la Fundación Louis Vuitton
Te apiadas de los que sufren. Te alegras por la felicidad de los demás. Pero eso no vale nada. Porque con eso el gran vacío, ese cacharreo de datos, no puede hacer gran cosa, no puede pagar nóminas, hacer subir la cotización.
Abres una ventana y ves la gran nada del mundo que pasa por delante. Los que hablan día y noche, hasta reventar, ...
Te apiadas de los que sufren. Te alegras por la felicidad de los demás. Pero eso no vale nada. Porque con eso el gran vacío, ese cacharreo de datos, no puede hacer gran cosa, no puede pagar nóminas, hacer subir la cotización.
Abres una ventana y ves la gran nada del mundo que pasa por delante. Los que hablan día y noche, hasta reventar, de transhumanismo, de realidad aumentada, de viajes interestelares, de cualquier tontería que sea para palpar algún lingote más, meterse billetes o bitcoins hasta las trancas. Esos son los que se fuman un puro con el sombrero tejano puesto sobre la calva. Esos son también ese otro, con el saludo al sol, brazo erguido.
De vez en cuando te sueltan una limosna, o te pellizcan un pezón, para animarte. Quizás ellos vengan de la gran nada, quizás hayan sido todos ellos paridos por algún algoritmo, algo que no sangra ni se rompe los huesos trabajando. Pocos se acuerdan de esa mujer que un día lejano del siglo pasado, o de este mismo, les ha sacado de su vientre, les ha dado todo, la vida, la luz, el asombro.
No ven. No miran. Los inmigrantes que se cazan por las calles como si estuviéramos de buen año. Como si la ciudad, de pronto, el país entero, fuera un coto privado de caza. No ven. No miran. Los niños en jaulas, vaciando sus vidas por un puñado de pan. No ven. No miran. Las niñas con los genitales amputados, para que nunca conozcan ese diablo gozar del placer.
No ven. No miran. Las mujeres usadas, perforadas, porque solo importa su vientre. Las mujeres transformadas en incubadoras, en aceleradoras de vidas. Quizás de ahí también, de ese agujero, salga algún que otro unicornio. Algo que sea brutal, abrupto, como la impiedad, que no se moleste con los mareantes, con los viejunos, con todos esos pueblerinos incapaces, débiles, todos esos que no sirven. Ni siquiera para chuparles una última gota de datos antes de que casquen.
Y luego, claro, todo vale. Sobre todo, vale no valer nada. Que tus datos sean como el rocío. Que cada minuto tuyo de cada día de cada semana de cada año pueda meterse en esa caja, y ahí triturarlo todo. Hasta que de esas cepas salga un buen mosto, un buen caldo, que podrán luego vender al granel. Para que de esa resina puedas hacer un buen corcho, que cada hectárea, cada espiga de ese campo humano pueda cosecharse con toda impunidad, con toda la impiedad posible que sea.
Y así con todo lo que haces. Así con todo lo que piensas, o ni siquiera te atreves a pensar. Así con cada miligramo de lo que dices, de lo que escribes, de lo que comes, de lo que agarras, besas, amas. Así con cada rocío tuyo.
En breve nos quedarán pocos reductos donde meternos, pocos lugares para amar de verdad. Un rincón de la cama, algún que otro porche, donde nos meteremos parches sobre los labios, tiritas para no sangrar más vacío todavía. Y luego estarán esos lugares que un día llamamos museos, obras de arte, algo que se leía, algo que se miraba, que se admiraba, con pasos lentos, a velocidad de la piedra. Algo que, de pronto, te subía por el cuerpo entero como un mar de verano. Que te subía como una ola y luego otra ola más, hasta desbordarte.
Y así te plantas, un día, en Bilbao, delante de las obras de María Helena Vieira da Silva. Y otro día en París, delante de las obras de Gerard Richter. Y otro día en el Reina Sofía, delante de las obras sin fin, como colgadas sobre unas perchas, de Juan Uslé.
De ella, de Vieira, aprendes que las líneas, los colores, pueden volar, romperse aquí y allí. Ese espectáculo que ella hace te habla, en verdad, de la piedad del mundo. Ella y él, su marido, artista también, Arpad Szenes —un húngaro con una portuguesa—, una pareja que te cuenta que ellos, los hombres, los artistas, no siempre fueron salvajes con ellas, las mujeres, las artistas. Que no todos son como el minotauro devorador de Picasso. Que dos artistas se han amado, y han pintado juntos, y crecido juntos. Ningún algoritmo jamás te podrá contar ese movimiento de muñeca, ese color que ella inventa. Nada, ningún pulsar, podrá removerte el corazón como ahora lo hace esa obra que te revuelve de alegría, que te espachurra como una bandada de besos que se posan sobre tus labios.
Ahí está esa “terraza soleada”, pintada en 1952. Quizás removieron la cuchara, se zamparon el café o el cruasán, y nunca sabremos si ha sido antes o después de haberse dado otro beso, de morrearse hasta el corazón. Y luego está esa otra mujer, la que baja las escaleras, la de Richter, pisando a cada escalón el tiempo ya borroso, con el olvido que se mete por todas partes, en los hombros, en el rostro, sobre la punta de los pezones, que se esfuma por todo el lienzo. Sin embargo, ese temblor de los pechos, ese mechón rubio, todo sigue ahí, pintado, para los siglos de los siglos, ella, para siempre, breve e inmortal.
Y, por último, te paseas por el Reina Sofía, en Madrid. Y un día te clavas delante de las obras de Juan Uslé. Te clavas delante de esos azules, de esos negros. Son pulsaciones del corazón, colores, pinceladas, que ritman las manos. Ese pincel, ese trazo, te cuenta algo que sabes tan pronto has salido del vientre de tu madre. Lo sabes por instinto, nada más la vida te arranca el primer grito.
Todo esto, todo esta nada, es lo único que tenemos. Y este temblor, esta vibración, ningún cacharro jamás podrá meterlo en la jaula.
No te lo pierdas, vete a Bilbao, a París, a Madrid. Plántate delante de esas obras. Mira qué grande, qué alta es la bondad, la piedad, el ser humano. Apaga el móvil, ponte a vivir.