El suburbio americano como campo de batalla
La primera novela del incorrecto Donald Antrim, recién publicada en español, anticipó macabramente hace tres décadas la sociedad de vecinos atomizada y paranoica de la era Trump
El 19 de julio de 1964 se publicó el primer cuento que atentaba contra lo idílico de eso que se ha dado en llamar el suburbio norteamericano, esto es, la adinerada pequeña población de las afueras, con impecables casas y vecinos siempre dispuestos a hornear galletas, en la que las familias de clase media con trabajos en las grandes ciudades se instalaban a una distancia prudencial del mundo. En buena parte, para protegerse de él. El cuento en cuestión es El nadador, de John Cheever. ...
El 19 de julio de 1964 se publicó el primer cuento que atentaba contra lo idílico de eso que se ha dado en llamar el suburbio norteamericano, esto es, la adinerada pequeña población de las afueras, con impecables casas y vecinos siempre dispuestos a hornear galletas, en la que las familias de clase media con trabajos en las grandes ciudades se instalaban a una distancia prudencial del mundo. En buena parte, para protegerse de él. El cuento en cuestión es El nadador, de John Cheever. En él, uno de estos afortunados vecinos ve pasar (y hundirse) su vida en una sola tarde en la que, después de una fiesta, decide volver a casa nadando. La idea es cruzar las piscinas de sus vecinos. Pero a medida que avanza el día lo hace también un tormento —solo aliviado por el alcohol— que ha crecido con él en ese supuesto paraíso alienante, y que no únicamente amenaza esa tarde cada vez más desastrosa, sino toda su vida, porque esa tarde es también su vida.
Cheever se hizo cargo así de aquello que los suburbios le hacían al individuo. Y se convirtió en un maestro en la disección del sufrimiento autodestructivo que provoca esa vida monótona y segura, apartada de todo aquello que se podría haber sido, todos los caminos que no se han elegido y que siguen ahí, en alguna parte, lejos. También en la década de los sesenta Richard Yates, de quien acaba de recuperarse la colección de relatos Once tipos de soledad (Editorial Fiordo), convirtió no tanto al individuo como a la pareja en el objeto del derrumbe con el mismo telón de fondo: la aparentemente perfecta casa con jardín en ese no lugar cómodo y tranquilo en el que el infierno eras tú mismo, y quien se había mudado allí contigo. Desde entonces, autoras como A. M. Homes —sobre todo en las imprescindibles Música para corazones incendiados y Ojalá nos perdonen— y otros como Jonathan Franzen han hecho lo propio con la familia al completo.
Podría decirse que lo primero de lo que la ficción se ocupó en cuanto a lo que ocurría en esas sociedades paralelas —en las que nada malo puede pasar, en las que los problemas deberían haber desaparecido— fue del espacio interior. Luego, en la década de los setenta, películas como Halloween, clásico de John Carpenter, exploraban las consecuencias de lo falso de una comunidad que nunca fue tal, y en la que el vecino podía ser un lobo para el vecino. Empezaron también a mapear el espacio exterior. Es decir, las consecuencias del aislamiento y el derrumbe de la idea de comunidad, sobre todo después de los asesinatos de la familia Manson. Lo que no solo daba pie a cosas horribles. También podía ocurrirte algo extraordinario que te convirtiese en alguien único, como en el cine de Steven Spielberg (por ejemplo, E. T.).
La ciencia ficción había llegado antes. Hay clásicos literarios desconocidos como Más verde de lo que creéis, de Ward Moore, en el que la envidia por el jardín del vecino se convierte en una delirante pesadilla. El terror, con Stephen King a la cabeza, el discípulo más ilustre de Shirley Jackson, otra reina de los suburbios, los convirtió en el escenario perfecto: un microcosmos en el que todo podía ser como no era en ningún otro lugar (La tienda, It) y que lo era porque lo maldito lo había alterado. King invoca el miedo infantil y lo equipara al de aquel que, protegido en un lugar seguro, como el niño en su cama, teme al monstruo que podría haber en el armario. Pero solo el incorrecto Donald Antrim, retorcido e imprescindible autor de culto, se atrevió a cruzar la línea que anticipa macabramente la sociedad de vecinos atomizada y paranoica de la era Trump.
Lo hizo en 1993 con Votad al señor Robinson por un mundo mejor (La Fuga Ediciones), novela recién publicada por primera vez en español, en la que uno de esos riquísimos suburbios norteamericanos se ha convertido en un campo de batalla. Literalmente. El antiguo alcalde lanzó en algún momento un misil que acabó con algunos vecinos y por eso ahora está muerto: lo cortaron en pedazos un puñado de otros vecinos. Pete Robinson, un tipo que guarda instrumentos de tortura en el sótano, con los que enseña a los niños en su escuela alternativa en casa, está pensando en presentarse como sucesor. Mientras, los vecinos cavan zanjas alrededor de sus casas, con fosos con serpientes y todo tipo de cosas punzantes, para que nadie las asalte. Los parques están sembrados de minas. Sin embargo, la vida continúa tan frívolamente como pueda imaginarse.
Todo lo que David Lynch dijo sobre su infancia feliz “en apenas una manzana” de uno de esos barrios, o aquello que ocurre en el primer clásico televisivo de Jenji Kohan, Weeds, o en el peculiarísimo Cluedo de vecinos maniáticos con demasiado tiempo libre de Mujeres desesperadas, palidece ante la sátira salvaje y cada vez menos esperpéntica de la primera novela de Antrim, a la que parecía invocar la séptima temporada de American Horror Story. En ella, estrenada en 2017 coincidiendo con la llegada de Donald Trump al poder, la extrema derecha se abría camino sembrando el terror en los suburbios con un vandalismo macabro. Un terror que todo debía poder permitirlo. Como Antrim, el guionista Ryan Murphy radiografía el infantilismo peligroso y feroz de una sociedad que aún no sabe que la cosa podría ir (muy) en serio.