El Museo del Prado acoge el prodigioso espectáculo de la escultura policromada
Entre el deslumbrante plantel de artistas del barroco español brilla La Roldana, a la que el Museo Nacional de Escultura de Valladolid le dedica también una gran exposición
Afirmaba el pintor Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, que la escultura es vida coloreada. El artista Antonio Palomino enriquecía la idea diciendo que cuando la escultura y la pintura se dan la mano componen un prodigioso espectáculo. Sin embargo, durante demasi...
Afirmaba el pintor Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, que la escultura es vida coloreada. El artista Antonio Palomino enriquecía la idea diciendo que cuando la escultura y la pintura se dan la mano componen un prodigioso espectáculo. Sin embargo, durante demasiado tiempo, la escultura policromada ha sido despreciada por los teóricos del arte y por los museos. En el caso de España y de sus virreinatos, ha estado vinculada al adoctrinamiento y propaganda de la iglesia católica, patrocinadores y propietarios de una inmensa parte de estas esculturas. El Museo del Prado ha apostado por acabar con toda reticencia dedicando una auténtica superproducción teatral a un centenar de imágenes multicolor que protagonizan Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro, una sorprendente muestra realizada en colaboración con la Fundación Axa que se podrá ver hasta el 2 de marzo en las salas A y B del edificio Jerónimos. La arquitecta italiana Monica Boromello firma la espectacular escenografía teatral sobre la que discurre la exposición.
Manuel Arias, jefe de Departamento de Escultura del Museo del Prado, con 30 años de experiencia al frente del Museo Nacional de Escultura, ha organizado la exposición con la intención de dar a la escultura policromada el papel que se merece dentro del arte español. “Pintura y escultura”, explica Arias, “nunca han sido mundos estancos. En el ámbito hispánico, el bulto, el volumen y el color conformaban una sola obra, realizada generalmente sobre madera”. Los artistas se solían diversificar: unos esculpían y otros pintaban esas esculturas, pero también había algunos, como Berruguete, que se responsabilizaban de todo el proceso. Entre la abundante obra anónima destacan los nombres de maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa Roldán, conocida como La Roldana.
El primer tramo del extenso recorrido arranca en el mundo clásico, en el que se coloreaba la escultura de mármol, tal como demuestran las últimas tendencias de restauración que se pueden admirar en museos tan notables como el arqueológico de Atenas. Las esculturas pintadas de Diana y Apolo en un taller pompeyano o la vaca de mármol blanco procedente de un taller romano muestran restos de otra vida en la que lucieron brillantes colores. El blanco se impone cuando el arte del Renacimiento se fija en el mundo clásico, pero aquí las imágenes certifican que no solo tuvieron vida coloreada, sino que llegaron a lucir ojos en los pequeños agujeros que conservan. No se sabe si también tenían dientes, pelo, uñas y pestañas y toda la panoplia de postizos que se les incorporó durante el esplendor del barroco.
El discurso sobre el arte que se adueñó de iglesias y conventos durante todo el siglo XVII prosigue dando protagonismo a las leyendas que rodeaban a las figuras que se podían ver sobre tela o en madera. Un ejemplo es la Virgen de Valvanera, patrona de La Rioja, que porta en sus brazos a un Niño Jesús que aparta su vista del frente. Según la tradición, el niño rechazaba la visión de una pareja que trataba de procrear sobre el pasto del monte. Era la contundente condena de las relaciones sexuales que se dictaban desde los púlpitos y que los artistas, convertidos en médiums, transformaban en obras que se movían entre la amenaza y la belleza.
Ese papel de los artistas como transmisores de los deseos divinos se reforzaba con el rezo permanente mientras se realizaba la obra. Cuenta el comisario que mientras Gregorio Fernández esculpía por encargo de la cofradía de la Vera Cruz de Valladolid El Señor atado a la columna, obra cumbre del barroco, considerada gran ejemplo de representación escultórica de Cristo, todos los miembros de la Hermandad rezaron de manera ininterrumpida.
El articulado ‘Cristo de Burgos’
Otra figura esculpida a golpe de rezo es el Cristo de Burgos, que llama la atención desde lejos por sus faldones de terciopelo y por los moretones que hablan de sufrimiento en todo su cuerpo. Realizada por Mateo Cerezo el Viejo a mediados del XVII, es una escultura articulada, a la que se le pueden mover brazos y piernas y luce todos los postizos posibles en esta clase de obras: ojos, dientes, uñas. La leyenda dice que el pelo y las uñas le crecen como a un humano. Bajo la cruz aparecen tres huevos de avestruz que dicen que fueron regalados por un mercader después de un viaje a África. Mientras que el cruce entre diferentes esculturas de la virgen de la Soledad, vestidas con sus mantos de terciopelo negro y con lágrimas de cristal incrustadas en su rostro, tiene como contrapunto el óleo La Virgen de la Soledad (hacia 1665), atribuido a Sebastián Herrera Barnuevo.
El juego de espejos diseñado por Boromello conduce a la instalación de un paso completo de Semana Santa: Sed tengo (1612-16), de Gregorio Fernández. En el conjunto escultórico, prestado por Valladolid, los malos que acorralan a Jesucristo tienen rostros deformes y terroríficos, y entre los postizos destacan el labio leporino de uno o la boca desmesurada y amenazante de otro.
Junto a las obras procedentes de los virreinatos (un altar guatemalteco, una virgen mexicana o varios angelotes napolitanos), la exposición da espacio a imágenes que rozan lo gore. Es el caso de Cristo del Perdón, de Luis Salvador Carmona (1756); el Cristo de la Pena, esculpido durante el primer tercio del XVII por Jerónimo Francisco y Miguel Jerónimo García, o el Ecce Homo (1673) de Pedro de Mena. Los chorros de sangre y lágrimas con heridas supurantes pueden ser una visión difícil de soportar.
De hecho, una versión reducida de esta clase de escultura, centrada en el drama sangriento, se exhibió en la National Gallery de Londres en 2009, comisariada por Xavier Bray, se pudo ver después en Washington y, finalmente, en Valladolid. El público protestante reaccionó con tanto interés como estupor hasta el punto de que se registraron desmayos y en la puerta se advertía de que la exposición “podía herir la sensibilidad del espectador”.
Alhajas de escultura
Mucho más agradable de contemplar es la obra en terracota policromada (perteneciente a las que se denominaron “alhajas de escultura”) de Luisa Roldán. El grupo representa Los primeros pasos de Jesús (hacia 1692-1704) y ha sido prestada por el Museo de Guadalajara. “La Roldana fue una gran escultora, que supo transmitir emociones a través de objetos pequeños”, dijo Arias durante la presentación de la exposición. “Si bien hizo esculturas de diferentes tamaños, estas pequeñas piezas realmente reflejan su importancia como transmisora de un mensaje muy concreto. Es más íntimo. Se trata de obras que vistas de cerca realzan su importancia”.
Hija del maestro escultor Pedro Roldán, Luisa inició su carrera artística en el taller de su padre. De su Sevilla natal se trasladó a Cádiz y, en torno a la década de 1690, a Madrid. Junto a su marido, Antonio de los Arcos, mantuvo una producción artística (barro, madera y piedra) que le llevaría a la Corte. La presencia de esta obra de La Roldana coincide con la exposición que le dedica el Museo Nacional de Escultura, en Valladolid, hasta el 9 de marzo.