La misión (casi) imposible de conservar más de 10.000 castillos
Dificultades para identificar a los propietarios, una inversión pública insuficiente y fallidos proyectos de restauración lastran un legado que se deteriora al tiempo que crece gracias a estudios y hallazgos
El 22 de abril de 1949, durante el franquismo, se publicaba en España un real decreto que establecía la protección de todos los castillos del territorio nacional, “cualquiera que sea su estado de conservación”. La concepción que por entonces se tenía de las fortalezas españolas remitía al clásico edificio almenado de la Edad Media. Con el tiempo, la normativa abrió el abanico a todo tipo de construcciones militares, desde la prehistoria hasta nuestros días. Con su nacimiento en 1952, la ...
El 22 de abril de 1949, durante el franquismo, se publicaba en España un real decreto que establecía la protección de todos los castillos del territorio nacional, “cualquiera que sea su estado de conservación”. La concepción que por entonces se tenía de las fortalezas españolas remitía al clásico edificio almenado de la Edad Media. Con el tiempo, la normativa abrió el abanico a todo tipo de construcciones militares, desde la prehistoria hasta nuestros días. Con su nacimiento en 1952, la Asociación Española de Amigos de los Castillos inició la elaboración de un inventario que reuniera todos, en un catálogo tan extenso que todavía no ha concluido. Hasta ahora, el resultado es que España alberga más de 10.000 de estas estructuras, con una paradoja: el país pierde cada día un trozo de algún castillo por falta de conservación, mientras nuevas excavaciones y estudios sacan a la luz otros cuya existencia se ignoraba.
Ahora bien, ¿cuál es el estado de salud de un legado fundamentalmente medieval? “En general, es calamitoso, catastrófico”, responde sin titubeos Miguel Sobrino, autor del estudio Castillos y murallas (La esfera, 2022). El investigador apunta a un periodo concreto, el siglo XIX, y a un acontecimiento histórico especialmente dañino para el patrimonio como responsables: “Las guerras napoleónicas y otros conflictos bélicos fueron un desastre para castillos como el de Benavente (Zamora), considerado a la altura de la Alhambra de Granada o el Real Alcázar de Sevilla; o el de Olite (Navarra) y el Palacio Real de Valencia, destruidos para evitar que fuesen tomados por los franceses”. Sin embargo, el siglo XX no fue mucho más amable. “Hemos sufrido los casos dolorosísimos de Vélez Blanco (Almería) o Curiel de los Ajos (Valladolid), que estaban intactos y fueron vendidos al peso antes de la aparición de las primeras leyes de protección con la Segunda República”, lamenta Sobrino.
Las restauraciones de época moderna —aunque parezca contradictorio— han ayudado poco a la conservación integral de estos monumentos. “No hemos sabido entender los castillos: se les ve como hitos en el paisaje, casi como partes de una montaña, pero no como obras de arquitectura con volúmenes exteriores y espacios interiores”, reflexiona Sobrino. “Hasta el punto de que se hace con ellos lo que jamás ocurriría con una iglesia: destruir el interior por completo”. El investigador resume la consecuencia en la siguiente metáfora: “A los castillos les pasa como a los escarabajos, se mueren y se secan por dentro, pero parece que están vivos porque el exterior no cambia”.
Los criterios modernos de restauración llegaron a los castillos en los años ochenta para corregir las intervenciones poco afortunadas de décadas anteriores. “Se realizaron transformaciones con las que hoy nos echaríamos las manos a la cabeza”, reprocha Miguel Ángel Bru, arqueólogo y vocal de la Asociación Española de Amigos de los Castillos. “Entre los sesenta y los ochenta se practicó una especie de medicina medieval, cuando los barberos cortaban brazos porque no entendían el cuerpo humano; con los castillos pasó algo similar, con la diferencia de que este paciente no se quejaba”. El origen del problema que ocurrió, por ejemplo, en la construcción de los paradores de turismo radicaba en que “las intervenciones no tenían como fin proteger el edificio, sino darle una nueva funcionalidad”, analiza este arqueólogo. Y aunque parezca extraño, los arquitectos carecen, todavía hoy, de una formación específica sobre la restauración de monumentos de carácter militar. Bru y otros expertos participan en cursos de formación para futuros profesionales, en los que intentan concienciar de la fragilidad y singularidades de estos edificios. Así, que “materiales modernos como el cemento o el hormigón producen el efecto contrario al que se busca en estructuras antiguas”.
A la falta de formación específica se une el mal generalizado del patrimonio español: un escaso volumen de fondos —las aportaciones son públicas, a falta de una ley de mecenazgo que estimule la participación del capital privado— para un conjunto de edificios prácticamente inabarcable. “En ocasiones no hay dinero y, en otras, hay demasiado”, contrapone el arqueólogo. Bru apunta a inversiones millonarias que pretendían recuperar una fortaleza y que finalmente la han colocado en una situación que amenaza incluso su conservación. El caso más evidente que cita es el Castillo de Garcimuñoz (Cuenca), un pueblo de apenas 130 habitantes que ha visto cómo un arriesgado proyecto arquitectónico ha impedido al ayuntamiento hacerse cargo del mantenimiento de la alcazaba de Don Juan Manuel (siglo XIV), tal como lo recibió tras años de obras y una inversión millonaria.
Quien mejor conoce este ejemplo es el arquitecto Fernando Olmedilla, cuyo estudio recibió, hace una década, una llamada del Ayuntamiento de Castillo de Garcimuñoz: los responsables albergaban serías dudas de cómo gestionar el edificio, tras la ejecución del proyecto de vanguardia ideado por la arquitecta Izaskun Chinchilla. Al margen del agujero económico que el mantenimiento ocasionaría en el pueblo, Olmedilla detectó en la primera visita graves problemas de seguridad, hoy resueltos. “Encontramos elementos sin pies ni cabeza, como zonas sin protección que podían provocar caídas mortales e incluso algún hueco con amplitud suficiente como para que un niño pudiera colarse y precipitarse”, rememora.
Pero lo que terminó por dejar boquiabierto al arquitecto —cuyo equipo trabaja actualmente en la restauración y protección de los restos arqueológicos de la alcazaba— fueron algunas de las incongruencias de una intervención que mezclaba arquitectura y escultura. “Había espacios difíciles de entender, como un ascensor en una torre alicatada que nunca se pudo utilizar porque no estaba preparado para ambientes exteriores o máquinas de ventilación y aire acondicionado al aire libre”, enumera. “La obra habría sido aceptable si hubiera permitido reconocer el castillo, pero yo no soy capaz de verlo: me inunda tanta chapa, tanto vidrio, tanto color”, asegura, muy crítico con la intervención.
Incluso existen situaciones en las que ni siquiera es posible intervenir, porque nadie sabe a quién ni a cuántas personas pertenece el inmueble. Este lastre, muy común, encuentra su paradigma en Caracena, un castillo del siglo XIII cercado por una muralla islámica que destaca en la provincia de Soria, junto a los muy populares de Berlanga de Duero o Gormaz. “Cuando hacíamos la pertinente excursión cada verano, veíamos que el castillo se iba desmoronando, incluso se arrancaban piedras para levantar otras construcciones en el entorno”, recuerda Inocente García Andrés, sacerdote, natural del vecino pueblo de Tarancueña, quien precisa que la fortaleza se convirtió en propiedad de dos hermanos desde finales del siglo XIX, después del proceso de desamortización.
Se insistió a los propietarios en que debían adoptar medidas para frenar el deterioro y evitar alguna desgracia, fruto del mal estado de los muros. Hasta que García Andrés y su hermano Paulino pasaron a la acción: publicaron un libro sobre la historia de Caracena en el que hablaban del estado del castillo e iniciaron una recogida de firmas (no fue la única) para instar a los titulares a que tomaran una decisión. “El problema es que los dos propietarios que había a principios del siglo XX se habían convertido en sesenta o setenta, y muchos de ellos ni siquiera vivían allí”, explica García Andrés. Cuando, por fin, los dueños se dieron cuenta de que aquel enorme edificio de siglos era más un lastre que una ventaja, optaron por venderlo a una empresa, que trabajaría en un proyecto de restauración. “Nos conformábamos con que no se cayeran las murallas, así que esto es un sueño que veíamos imposible; que Caracena, un lugar solitario y evocador, se convierta en un lugar turístico, de encuentro, me parece ideal”, reconoce Inocente, aliviado como el resto de los vecinos del entorno tras años de lucha e incertidumbre.