Esplendor y ocaso de los icónicos graneros estadounidenses: de ‘Lo que el viento se llevó’ a ‘Las uvas de la ira’
Maravillas de ingenio y belleza, estas edificaciones icónicas de los clásicos de la literatura norteamericana están en peligro de extinción
Con la transformación tecnológica del mundo rural en Estados Unidos y el desarrollo comercial a gran escala, miles de graneros, esos iconos del paisaje vernáculo agrícola en aquel país, se han perdido o permanecen en el olvido. Dado que no existen dos iguales, la desaparición de cada uno aminora un legado clave para entender la riqueza que representan, emblemas de un mundo en extinción que abarca sobre todo desde los Grandes Lagos hast...
Con la transformación tecnológica del mundo rural en Estados Unidos y el desarrollo comercial a gran escala, miles de graneros, esos iconos del paisaje vernáculo agrícola en aquel país, se han perdido o permanecen en el olvido. Dado que no existen dos iguales, la desaparición de cada uno aminora un legado clave para entender la riqueza que representan, emblemas de un mundo en extinción que abarca sobre todo desde los Grandes Lagos hasta Misuri y las praderas del Medio Oeste.
La huella de los graneros durante la Gran Depresión estadounidense está presente en creaciones literarias magistrales. Desde Las uvas de la ira, la gran novela de John Steinbeck, a Matar a un ruiseñor, de Harper Lee —Premio Pulitzer en 1961 y éxito cinematográfico—, o el cuento sureño melodramático Incendiar establos, de William Faulkner, que llegó a la gran pantalla, por el director Lee Chang-dong, en la versión de Quemar graneros, de Haruki Murakami —Premio Princesa de Asturias de las Letras 2023—, los graneros actúan como talismán evocador de esos otros tiempos que el viento implacable se ha ido llevando.
“Todos esos graneros ahí fuera… tan bellamente abandonados, hincados en la hierba…”, escribe la poeta californiana Ada Limón. Desde siempre, la figura de los graneros ha simbolizado la unión con la naturaleza, el progreso lento y el esfuerzo humano, una suerte de estabilidad y permanencia entre generaciones. Su sola presencia remite al pasado, antes de la llegada de la carpintería estandarizada, del plástico y el contrachapado, cuando su proximidad a las ciudades y pueblos hacía posible que la producción de cereales, leche y cosechas fuera rentable.
Thomas D. Visser, profesor de Preservación Histórica del Departamento de Historia de la Universidad de Vermont, explica que hay graneros en casi todas las áreas rurales de EE UU, con formatos y tamaños diferentes según las prácticas granjeras: “Los más comunes eran de grano y producción láctea, pero también había establos de animales, cobertizos para aperos del campo y graneros de cosechas”. Esos diseños, apunta, “no son hoy prácticos económicamente, de ahí su abandono y los intentos de readaptación a nuevos usos”.
El declive de los graneros aceleró su rumbo tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la accesibilidad proporcionada por la red de autopistas favoreció el reemplazo progresivo de las granjas familiares por divisiones suburbanas miméticas; poco a poco, la producción lechera local que definía el ritmo diario granjero fue consignándose a operaciones mayores, con camiones refrigerados gigantescos que a día de hoy recorren cientos de kilómetros. Atrás ha quedado el rastro arqueológico de los graneros, testigos silenciosos del pasado de las comunidades rurales, lugares de confort para tantos niños que jugaron, soñaron y lloraron en sus áticos.
Junto a su faceta práctica, los graneros suman a menudo otra más íntima, propia de los espacios de recogimiento. Cuando la escritora inglesa Mary Shelley ideó en pleno romanticismo Frankenstein, eligió un granero como escondite de la criatura inhumana. Tratándose de la primera novela de ciencia ficción de la historia, la importancia psicosocial del granero —elevado en esta obra a laboratorio de experimentación desde donde el monstruo observa la naturaleza humana— trasciende el terror gótico y adquiere la categoría de refugio anímico.
Réplicas del viejo mundo
Los graneros constituyen unas de las construcciones civiles más antiguas de la humanidad, como los grania y horrea hispanorromanos. En inglés, la palabra barn (granero) comparte raíz con barley (cebada). Originariamente, una barley o barn house era el lugar donde almacenar el granum o grano para secarse. Los graneros más antiguos aún en pie se hallan en la localidad inglesa de Cressing Temple y datan de 1270. Fueron construidos por los caballeros templarios con cerca de medio millar de robles cada uno, una herencia que cinco siglos después viajó hasta América.
Cuando los colonos europeos llegaron a lo que hoy es Nueva Inglaterra y se adentraron en sus tierras para cultivarlas, replicaron los graneros del viejo mundo: estructuras multifuncionales de distintos formatos e intrincados tejados en ángulo. Los costados anchos, asociados al resonar de la lluvia, actúan como mamparas protectoras frente a la nieve y el viento. En su interior, las condiciones de temperatura y humedad, así como la orientación —el ganado al sur y el heno al norte—, han determinado durante casi tres siglos el día a día de millones de familias estadounidenses.
Numerosas películas plasman esta realidad. En el thriller Witness (Único testigo, 1985), el granero vertebra el suspense y el anacronismo entre el modo de vida ancestral de los amish y la violencia criminal del mundo moderno. En otra escena, todos los miembros de esta comunidad participan en una tarea trascendente: la construcción de un granero. Renglón aparte, quienes crecieron en los años setenta recordarán la edulcorada serie televisiva Little House on the Prairie (La casa de la pradera), un canto a las bondades rústico-rurales de la familia Ingalls en una cabaña y un establo en mitad de la nada.
El profesor Visser, autor de la galardonada Guía de campo de los graneros y edificios agrícolas de Nueva Inglaterra, cuenta que durante los siglos XVII y XVIII predominaron los English barns, diseñados para una economía de subsistencia y divididos en tres áreas: una reducida de establo, una amplia de almacenaje y un espacio central con suelo de madera para trabajar y resguardar el grano. Todavía se encuentran algunas de estas reliquias que son, a su juicio, joyas a preservar: “Nuestra herencia agrícola más antigua”.
Hasta mediados del siglo XIX, los carpinteros de graneros ejercieron como diseñadores, constructores y arquitectos a la vez, capaces de conocer, por ejemplo, el peso de la nieve sobre los tejados sin necesidad de cálculos ingenieros. Convertir los troncos en postes y vigas a base de hachas, y ensamblarlos a mano, sin ferretería ni bisagras, suponía una práctica lenta y ardua, para muchos todavía única y misteriosa. Pero tras la Guerra de Secesión Americana (1861-1865) y con la Revolución Industrial en marcha, arrancó una etapa nueva de prosperidad que afectó a los graneros para bien y mal.
Por un lado, con la pérdida de tantos jóvenes por el conflicto civil, para su supervivencia las granjas fueron sumando al grano la crianza de ganado, cultivos y producción lechera, todo un ecosistema de autoconsumo en el que apenas se requería más que sal, azúcar, té y café. De otra parte, con la aparición del tren y la mecanización, las primeras estructuras ligeras y de montaje rápido fueron ganando terreno. Dos eras de graneros se solaparon así hasta el final de Segunda Guerra Mundial, momento en que las fábricas tomaron el mando productivo y los graneros antiguos cayeron en desuso.
“A partir de entonces”, indica Visser, “cientos de vacas lecheras comenzaron a confinarse en naves y a ser alimentadas con paja almacenada en silos-búnker”. Los mismos cambios afectaron a la crianza de aves y ganado porcino. Ese tránsito a la economía manufacturada conllevó una ola migratoria del campo a la ciudad y abocó a una nueva estructura operativa basada en menos granjas pero más extensas, con menos propietarios pero más prósperos.
Esplendor en la hierba
Desde los pequeños graneros ingleses de primera generación hasta los enormes abuhardillados de entreguerras, el devenir de los barns y farms —graneros y granjas— ha estado siempre ligado al desarrollo del campo y el vaivén belicista. El enorme éxito literario y cinematográfico de la obra de Margaret Mitchell Lo que el viento se llevó retrata con precisión el ocaso del viejo sur esclavista y la función esencial que desempeñaban las cabañas para negros y los establos de animales en las plantaciones de algodón.
Precisamente durante el periodo comprendido entre la guerra civil estadounidense y la segunda contienda mundial, los graneros disfrutaron del mayor esplendor y adoptaron características propias; la principal, el aumento de tamaño, dando paso a las calificadas como catedrales del campo, que fueron la gran despensa y repositorio de las economías rurales. Aquellos espacios más vastos acogieron segundos niveles y sótanos, donde resguardar arriba la paja y las cosechas, y abajo el estiércol.
A su vez, la aparición de rejillas y cúpulas de ventilación amortiguó el riesgo de incendio —algo terrible que dejaba en la ruina a las familias— y redujo la tuberculosis vacuna provocada por la diseminación aérea de las partículas contaminantes del estiércol. Después, con la electrificación, la mecanización y los suelos de cemento se mejoraron la higiene y la productividad en las granjas, pero a la postre ese mismo progreso, al expandirse, liquidó la función agrícola de los graneros.
Aunque Nueva Inglaterra no pertenece a la región granelera, la presencia de graneros en la zona, por acoger a los primeros colonos europeos, añade singularidad a la preservación histórica de los mismos. Mientras en Connecticut las granjas de tabaco protagonizaron una industria de enorme calado en el pasado, en Vermont predominaban las granjas lecheras y en Maine las madereras; cada territorio modelaba sus graneros conforme a las características locales; en busca de mayor eficiencia, dejaron de adosarse a las viviendas y empezaron a construirse sobre terrenos inclinados.
En Maine, el estado más extenso de estos últimos —del tamaño de Portugal— y el más blanco del país —95% de la población—, los graneros antiguos conservan cierto fatum heroico. Don Perkins, autor del libro Los graneros de Maine. Nuestra historia, nuestras historias, afirma que por la ubicación limítrofe montañosa en el extremo francófono canadiense, y por tener más del 80 % del territorio cubierto de bosques, el aislamiento geográfico ha contribuido a preservar los graneros como piezas centrales de una industria maderera que en el pasado operaba con caballos.
Dos mundos se dan la espalda allí: el costero acaudalado de bahías y faros, con casas blancas y restaurantes de langosta, y el interior de bosques poco habitados, poblaciones esparcidas y abundantes ríos. Es en este último donde los old majestic —viejos majestuosos—, como algunos los denominan, resisten entre montañas y aserraderos ajenos a las prisas y lo efímero, símbolos recónditos del escenario rural de ese estado, el de mayor influencia francesa junto a Luisiana.
Fuera del radar
Durante décadas, por ser de otros tiempos, los graneros de EE UU han estado fuera del radar, olvidados. No obstante, sus cuerpos prevalecen en el imaginario colectivo como lugares que despiertan los sentidos. Todavía hoy, la durabilidad de sus maderas desnudas y superficies rugosas ha permitido que superen el examen del tiempo honorablemente bien, a menudo pintados de rojo por la mezcla del óxido de hierro con aceite de linaza que protege la madera.
Debido a su versatilidad y capacidad de adaptación, las asociaciones defensoras de los graneros impulsan su reconversión hacia nuevos fines—National Barn Alliance, Michigan Barn Preservation Network o Preservation Trust of Vermont—. Algunos Estados incluso otorgan fondos para su conservación. Mientras muchos desaparecen, otros se transforman en mercados granjeros, ferreterías, talleres, locales de jardinería, de antigüedades y de subastas. Asimismo, cada vez más arquitectos y artistas alaban su potencial como lugares de retiro y creación.
Don Perkins observa también un repuntar de granólogos afanados en rescatar las técnicas constructivas antiguas que, por ser de transmisión oral, se perdieron con la especialización. Vigentes en el refranero y los proverbios bíblicos, los graneros, opina este escritor, siempre tendrán futuro como establos de caballos, aunque no volverán a la industria láctea. Al filo de la extinción, sin terminar de morir ni resucitar, estas carismáticas estructuras, maravillas de ingenio, belleza y utilidad, resisten.