Yo también te quiero ‘ride’ como mi ‘bike’
Se suponía que la canción popular era aquella que podía llegar nítida a los oídos de cualquiera, pero ahora se ha plagado de códigos
Quisiera comenzar con un recuerdo, uno de esos momentos únicos que se atesoran sabiendo que son tan fugaces como la misma vida. Es una noche de primavera del año 2000. Estamos cenando en Lhardy después de haber escuchado en la Residencia de Estudiantes a Fernando Fernán Gómez leer el prólogo del Quijote. Somos ocho comensales y nos hemos sentado de tal manera que frente a mí tengo a los filólogos...
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Quisiera comenzar con un recuerdo, uno de esos momentos únicos que se atesoran sabiendo que son tan fugaces como la misma vida. Es una noche de primavera del año 2000. Estamos cenando en Lhardy después de haber escuchado en la Residencia de Estudiantes a Fernando Fernán Gómez leer el prólogo del Quijote. Somos ocho comensales y nos hemos sentado de tal manera que frente a mí tengo a los filólogos Francisco Rico y Fernando Lázaro Carreter y a los actores Fernán Gómez y Agustín González. En este momento, habla Rico, con su verbo pulido y exacto, de que las artes más difíciles de traducir son la poesía y el humor. Pone como ejemplo el Lazarillo. Poder se puede, afirma, pero por el camino se pierde gran parte de su esencia. Yo, veintidós años más joven que esta otra que hoy cumple 60 (malditas sean las circunstancias), miro a aquellos cuatro hombres y juro que no invento retrospectivamente si afirmo que estoy atenta porque quiero conservar lo que escucho, soy consciente de mi suerte, de estar presenciando la conjunción de los astros. Difícil explicar el atractivo de ese hombre con físico de ser cualquiera que es Agustín González. Tal vez sea el encanto del tipo reflexivo, del que esconde la cabeza entre los hombros, del que poseyendo una gran cultura la muestra con recato. Miro luego a Fernán Gómez: siempre se muestra más tímido cuando se ve rodeado de intelectuales, que al saberse entre los suyos, los cómicos, con los que da rienda suelta a su excentricidad. En cuanto a Lázaro Carreter, imposible definirlo en dos palabras, no cabe, es un hombre que llena el espacio en toda la extensión de la palabra, enorme física e intelectualmente, y expresa con severidad ideas agudas y graciosísimas, que nos provocan risa, a mí y a Emma Cohen, a la que tengo sentada al lado, con carcajadas que estallan como platos de loza contra el suelo.
Me acuerdo a menudo de aquel gran Lázaro, de la curiosidad que al sabio le despertaba el habla de la gente común. Aprovechaba el insomnio para escuchar la radio. Era fiel a Hablar por hablar, programa nocturno en el que confluían los acentos, edades y jergas de España. Tenía el vicio de captar esos lugares comunes que trufan el lenguaje de políticos y periodistas y daba cuenta de ellos en su sección El dardo en la palabra, donde señalaba los disparates sin hacer sangre: lejos de cabrearse, parecía saborearlos. Qué lejos de la inquina actual queda aquella ironía. Cómo no recordar a Lázaro Carreter viendo Corazón, que es el hábitat ideal de los tópicos. ¿Se recrearía el filólogo con ese adverbio más, que adorna tantos titulares? Los días más difíciles de Rafael Amargo, la ruptura más inesperada de la temporada (Urdangarin), el look más informal de Georgina, los momentos más espontáneos del príncipe Jorge, el año más amargo de la reina Isabel. Y así. Me pregunto, sobre todo, cómo abordaría aquel cazador de errores verbales que era Lázaro ese lenguaje tuiteresco que solo entienden los que pasan la vida en esa red. Veo la que se ha montado con los versos de Rosalía (no la de Castro) y me confieso tratando de interpretar su sentido más hondo: Te quiero ride, como mi bike / Hazme un tape, modo spike / Yo la batí / hasta que se montó / Segundo es chingarte / lo primero Dios. A ver cómo traduciría esto Paco Rico. Ya, ya sé que va de follar, yo también inventé en el colegio letras de esas del tipo de “te quiero ride, como mi bike”, era muy buena en esa inventiva escolar, pero hay algo que se me escapa de este neolenguaje. Se suponía que la canción popular era aquella que podía llegar nítida a los oídos de cualquiera, pero ahora se ha plagado de códigos, como si fuera esa obra de arte conceptual de la que el experto tuviera que desentrañar el sentido. Quisiera saber por qué esta bella mujer pone a Dios por delante del acto de chingar, por qué lo religioso asoma con inusitada frecuencia en las letras sexis, como una transgresión rescatada. Dicen que ha habido reacciones muy violentas a estos versos. Tampoco lo entiendo. En realidad, me siento expulsada de un club cada vez más exclusivo. Soy como ese anciano que llama a las puertas del banco reclamando la asistencia de un cajero (no automático). Y que conste que en aquella noche del año 2000 estaba rodeada de sabios y lo entendía todo.