Escritura, sexo y misantropía: los diarios de Patricia Highsmith ven la luz
La publicación en inglés de parte de los papeles íntimos que dejó al morir la autora de ‘El talento de Mr. Ripley’ alumbra su vida privada y su proceso creativo
Cuando Patricia Highsmith murió en 1995, Daniel Keel, a quien había designado como albacea literario, llamó a su editora, Anna Von Planta, para entrar juntos en la casa-fortaleza de la escritora en la Suiza italiana. Iban en busca de material inédito con el que ampliar el canon de una de las grandes narradoras estadounidenses del siglo XX. También buscaban sus anotaciones personales. Como en una de sus historias, en las que el crimen aguarda bajo la reluciente apariencia de la normalidad, las encon...
Cuando Patricia Highsmith murió en 1995, Daniel Keel, a quien había designado como albacea literario, llamó a su editora, Anna Von Planta, para entrar juntos en la casa-fortaleza de la escritora en la Suiza italiana. Iban en busca de material inédito con el que ampliar el canon de una de las grandes narradoras estadounidenses del siglo XX. También buscaban sus anotaciones personales. Como en una de sus historias, en las que el crimen aguarda bajo la reluciente apariencia de la normalidad, las encontraron escondidas en un armario, tras las sábanas perfectamente planchadas.
Había más de 8.000 hojas llenas de letra, entreveradas con dibujos y fotografías, repartidas entre 18 diarios y 38 cuadernos. Un cuarto de siglo después, una parte de ese material ve la luz en las 999 páginas del libro Patricia Highsmith. Her Diaries and Notebooks. 1941-1995 (Liveright; en mayo está prevista su publicación en Anagrama). Ha sido uno de los acontecimientos literarios del año en Estados Unidos, que comenzó con la conmemoración del centenario del nacimiento en 1921 en Fort Worth (Texas) de la autora de El talento de Mr. Ripley. El conjunto permite asomarse a las dos motivaciones existenciales, la escritura y el sexo, de una de las autoras más impenetrables de la literatura moderna, campeona mundial de la misantropía.
En los diarios, Highsmith levanta acta de su vida social, sus líos con decenas de mujeres, la sucesión interminable de martinis y resacas, los viajes, los coqueteos con la depresión y los hitos editoriales y cinematográficos de una exitosa carrera. En los cahiers (cuadernos), anota pensamientos sobre religión, amor, comida, política y sus dientes, ajustes de cuentas consigo misma y agudas reflexiones literarias, en torno a su trabajo como escritora y a su pasión de lectora. También, como buena diarista, elabora teorías sobre el sentido y el propósito de llevar un diario. ¿Y la Historia? Por lo general, pasa de largo: el 7 de diciembre de 1941, a la frase “Japón declara la guerra a Estados Unidos”, sigue esta otra: “Miserable en clase hasta que he hablado con Helen a la 1:30″. Y en mayo de 1968 escribe que “lo peor es la interrupción del servicio postal”.
Los papeles de Highsmith se guardan en Berna desde que el Archivo Literario Suizo (Schweizerisches Literaturarchiv, SLA) los compró en los noventa. Eran accesibles a los investigadores y han entretenido durante décadas a los principales biógrafos de Highsmith, que los han ido reproduciendo por partes. “Los cuadernos tienen una mayor ambición literaria que los diarios. Pero juntos forman una autobiografía emocional e intelectual única”, opina en una conversación telefónica Ulrich Weber, archivista del SLA, que lamenta que hayan quedado fuera del libro recién editado, cuya selección aprecia, las porciones en las que la escritora anotaba “esbozos de ideas, historias y novelas”. “Espero que algún día se publique el material íntegro”, añade.
La edición de esos papeles ha sido el empeño de media vida de Anna Von Planta, que acompañó aquel día al albacea a la casa de Highsmith en el cantón del Tesino y trabaja para Diogenes, la editorial suiza que se hizo con los derechos internacionales de su obra a principios de los años ochenta, cuando era mucho más apreciada en Europa que en Estados Unidos. Primero hubo que descifrar su letra, y eso llevó varios años. Escribía con la mano derecha y dibujaba con la izquierda (era una “zurda reformada”, según Von Planta).
De cotejar la transcripción se encargó una amiga de Highsmith del colegio, Gloria Kate Kingsley Skattebol (fallecida en 2015), a la que en cierta ocasión le fue designado el trabajo de selección, como sugiere una entrada del diario de 1950. A ella está dedicado el libro, junto a David Keel, fundador de Diogenes, fallecido en 2011. Kingsley también tenía el encargo de mandar desde Nueva York los cuadernos de anillas de la Universidad de Columbia: eran los preferidos de la novelista y siguió usándolos después de dejar Estados Unidos a los 32 años para vivir en el Reino Unido y en varios lugares de Francia y de Suiza. Que el conjunto, cuya publicación autorizó la novelista con instrucciones precisas a Keel, sobreviviera a las muchas mudanzas de una existencia errante invita a pensar que lo consideraba el empeño de, literalmente, toda una vida.
Los textos, escritos en inglés, francés y alemán y un poco de italiano y español, conforman un material que en cierto modo humaniza la imagen de la madre de Tom Ripley, sin ahorrarse ningún detalle escabroso, del antisemitismo a la misoginia o el racismo, aunque, recuerda Weber, los editores han optado por dejar fuera las opiniones más extremas. “El catálogo de sus odios impresionaba por su diversidad: latinos, negros, coreanos, indios, nativos americanos, portugueses, mexicanos y católicos, entre otros”, escribe Richard Bradford en Devils, Lusts and Strange Desires (Demonios, lujurias y extraños deseos, Bloomsbury, 2021), biografía aparecida en enero, en la que también se detiene en su antisemitismo, que Von Planta define en el prólogo como un “misterio”, si se tienen en cuenta los “muchos judíos que se contaban entre sus amigos, amantes y artistas favoritos”. En una entrevista telefónica con este diario, Bradford explica que esas opiniones, que “se fueron radicalizando con la edad”, proceden de “entrevistas y conversaciones mantenidas con personas de su entorno, en el ámbito privado, y que nunca las trasladó a su obra”. “Sabía ser una alcohólica muy desagradable”, resume Weber.
“Me parece interesante el paralelismo con Ripley”, añade el biógrafo. “Él vivía una doble vida, y mantener las apariencias le llevaba a cometer asesinatos. Creo que ella, que no era una asesina, también tenía una doble existencia, la de sus novelas y la de sus diarios”. Amaba, eso sí, a los animales, sobre todo a los gatos y a los caracoles (una de sus más famosas anécdotas cuenta que cuando se mudó del Reino Unido a Francia pasó la frontera con algunos de sus favoritos bajo el sujetador).
Aunque hay anotaciones más tempranas, la selección de Von Planta, que trabajó con Highsmith a partir de 1984, empieza a los veinte años, cuando aquella era una estudiante tejana pobre en la universidad neoyorquina de Barnard, que se introduce en el círculo de artistas y escritoras lesbianas del Greenwich Village, lamenta la noticia de la muerte de James Joyce y se flagela más de la cuenta: “Ha pasado demasiado tiempo, y he hecho demasiado poco. Debería ser más creativa y original a mi edad”, escribe pocos días después de cumplir 20 años. Disfruta de los placeres de ser joven en la gran ciudad –las películas, los discos y las exposiciones, los cócteles, las mujeres mayores casadas o la ropa–, se pelea con su madre, cuya relación podía ser realmente cruel (y es comprensible: empieza cuando esta, embarazada, trató de abortar tomando aguarrás, y termina con la hija faltando al funeral de la madre) y se entrega a los amoríos con esa pasión seguida de desapego que en su caso no fue solo cosa de la edad. “Perdí dos meses con Billie (...). Oh, Billie, me has decepcionado, no eres más que una borracha”, escribe el 22 de mayo de 1941. Dos días después, se felicita por el amanecer de “una nueva era”. Y a las pocas semanas ya ha entrado en escena Mary S., que es “muy inteligente y vuelve locos a los chicos”. Al menos una de esas aventuras, que a menudo adoptaban la forma de un triángulo amoroso, acabó indirectamente en suicidio, el de la artista Allela Cornell, que se mató bebiendo ácido nítrico.
La determinación de convertirse en escritora está ahí desde el principio, y navega entre los cambios de humor, los rechazos y los trabajos ocasionales, como guionista de cómics durante una buena parte de los años cuarenta o como dependienta en unos grandes almacenes. En esa última experiencia se inspiró para The Price of Salt (El precio de la sal, 1952), una novela de amor lésbico “con final feliz” que firmó como Claire Morgan y luego rescató en 1990 con su propio nombre y otro título, Carol. En el prólogo para esa edición, Highsmith escribió: “Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los hombres y las mujeres gais tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal”. El germen de esa historia, que fue llevada al cine por Todd Haynes, está en una entrada del diario de diciembre de 1948.
El éxito no tardaría en llegar, gracias a Extraños en un tren (1950), que compró enseguida Hitchcock, un logro que ella recoge desapasionadamente. “Margot [Johnnson, su agente en los cincuenta] ha vendido mi libro por 6.000 dólares + 1.500 por trabajar en Hollywood, o no, durante el rodaje (es decir, de unos seis a nueve meses)”. Más interesante resulta la anotación precedente, en la que revisa sus cuadernos hasta la fecha: “Muy raramente impresionada por mi inteligencia, por la poesía. Aunque a veces, creo, hay algún buen punto de vista. Poco de provecho para la literatura”. O los versos que vuelca un par de meses antes y que comienzan así: “Iré y escribiré un poema de silencio. / Iré y escribiré un pequeño cubo negro / de silencio, dedicado a ti”.
A partir de entonces, ya convertida en una escritora de suspense de fortuna, los cuadernos y diarios abandonan la notaría apresurada de la vida más o menos alegre para ganar profundidad. Se vuelca en los primeros y va dejando de lado los segundos (que abandona durante largas temporadas). Los años que van de 1954 a 1995 solo ocupan una tercera parte del libro. En 1955, con 35, alumbra su criatura más exitosa con El talento de Mr. Ripley, fuente continua de triunfos, también cinematográficos, aunque ella no se dejara impresionar. El lanzamiento de la francesa A pleno sol, en la que Alain Delon da vida a Ripley, no deja huella en las páginas del diario de 1960. Un encuentro en 1974 con Peter Handke y Wim Wenders (a quien luego frecuentaría), sí merece la clase de quirúrgica descripción de la pareja de jóvenes alemanes que resultará familiar a sus lectores. Tres años después Wenders estrenó El amigo americano.
Por entonces ya llevaba más de una década viviendo en Europa. Llegó al Reino Unido, donde casi todo la molestaba, atraída por el amor a una mujer (casada) y desencantada por el escaso crédito que le concedían en casa. En el viejo continente, en cambio, era venerada como una leyenda. Fue dejando atrás su pasado comunista y se hizo cada vez más sombríamente reaccionaria. Cultivaba su legendaria reclusión y su alergia a las entrevistas. En 1980, Fernando Trueba y Óscar Ladoire, cineasta y actor, le hicieron una para EL PAÍS. Trueba recordaba esta semana en un correo electrónico que cuando conducían hacia la casa en la que entonces vivía ella en Francia se imaginaban “cadáveres enterrados en los alrededores”. “Nos costó la charla por su exagerada timidez, pero cuando nos íbamos nos intentaba entretener, comentando cosas, enseñándonos cosas, como si no quisiera que nos fuéramos”.
Un año después, Highsmith se mudó a Suiza, cuando, “tras la victoria del socialista [François] Mitterrand, crecieron los rumores de que iba a subir los impuestos a los expatriados americanos”, explica Padraig Rooney, autor de The Gilded Chalet. Off-Piste in Literary Switzerland (El chalet dorado. Fuera de pista en la Suiza literaria). “Al final de su vida se hizo construir en esa zona una casa que más bien parecía un bunker, con las ventanas muy estrechas”. Desde esa fortaleza mantenía el contacto con el exterior a través de una gran actividad epistolar, aclara el archivero Weber. En el SLA, donde se conservan sus cartas, hay pruebas de que recibía “cuatro o cinco cada día” y de que “la visita al buzón era un momento central de la jornada”.
En 1983, viajó al festival de cine de San Sebastián, invitado por su editor español, Jorge Herralde, fundador de Anagrama, que había apostado por ella a principios de esa década con un éxito que se ha prolongado hasta el presente. “Es una long-seller. Nuestro distribuidor nos contaba que las novelas de Ripley se los llevaban de tres en tres en la Feria del Libro de Madrid”, contaba por teléfono el pasado jueves. Herralde y su “amiga Lali [Gubern, hoy su esposa]” protagonizan una entrada hacia el final del libro, en la que ella registra un “vuelo bajo a bordo de un bimotor entre Barcelona y San Sebastián”, de periodistas de televisión que “hacen preguntas estúpidas” y de un encuentro en el Prado con el director del museo. Lo que no cuenta, y sí recuerda Herralde, es que también se vieron con el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, en una cena que transcurrió en francés “como lingua franca”. El editor le contó a la escritora que Tierno se había visto poco antes con el Papa, y que habían charlado en latín. “Solo espero que su latín sea mejor que su francés”, contestó “lacónica” la novelista.
Los Herralde se vieron varias veces más con Highsmith en España y siempre pasaron “muy buenos ratos con ella”. Aunque nunca cumplieron la promesa de ir a visitarla a su casa en Suiza. Sí acudieron en 1995 a su funeral, al que asistió, recuerda Herralde “un grupo de sus editores fijos europeos”. Highsmith tenía 74 años y hacía dos de la última entrada inteligible en su diario.
En la ceremonia, alguien leyó un poema encontrado en el cuaderno 34, escrito en 1979. Decía: “¡Un brindis por el optimismo y el arrojo! / ¡Levanto mi copa por la audacia! / ¡Y para el que se lanza, laurel!”.
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