Roberto Calasso: el hombre y lo divino
El editor y escritor ha muerto tras una vida dedicada al pensamiento y la literatura, a recontar mitos antiguos y a refabular la orfandad moderna
De la soledad surge el conocimiento; del conocimiento, el arte, y del arte, lo eterno. Se cierra el ciclo. De Prajapati a Paul Klee. Roberto Calasso ha muerto tras una vida dedicada al pensamiento y la literatura (que no distinguía), a recontar mitos antiguos, a refabular la orfandad moderna. En una entrevista reciente confesó que se puede vivir sin los dioses, pero que la experiencia de lo divino cambia todo: “Lo divino está pasando todo el tiempo, no es un animal ...
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De la soledad surge el conocimiento; del conocimiento, el arte, y del arte, lo eterno. Se cierra el ciclo. De Prajapati a Paul Klee. Roberto Calasso ha muerto tras una vida dedicada al pensamiento y la literatura (que no distinguía), a recontar mitos antiguos, a refabular la orfandad moderna. En una entrevista reciente confesó que se puede vivir sin los dioses, pero que la experiencia de lo divino cambia todo: “Lo divino está pasando todo el tiempo, no es un animal extinto, pero hay que saber reconocerlo, eso es lo esencial”. La obra tardía de Calasso estuvo guiada por dos motivos, tan antiguos como el mundo: el universo como perpetuo sacrifico y la sintonía de lo humano con lo invisible. Los dos son centrales a la literatura védica, que estudió en profundidad y de la que nos dejó un libro extraordinario: El ardor, dedicado a las antiguas upaniṣad y a Los cien caminos de Yajñavalkya.
“El hombre desde que nace no hace sino envejecer. La cosa no tiene remedio, pero acaso no sea tan triste”. Ortega, como Calasso, fue de los pocos en reconocer los inconvenientes que tendría la inmortalidad. Que la vida sea breve y corruptible, que seamos seres para el sacrificio, seres que se queman lentamente en el fuego de la respiración, supone un acicate. “Que la muerte intervenga en la sustancia misma de nuestra vida, colabore a ella, la comprima y densifique, la haga ser prisa, inminencia y necesidad de hacer lo mejor en cada instante” debería ser motivo de celebración. Calasso lamentaba, con Ortega, que una de las grandes vergüenzas de nuestra cultura (que ya vende la longevidad a los potentados) “es que no ha enseñado al hombre a ser bien lo que constitutivamente es, a saber: mortal”.
Calasso ha sabido leer el mundo como un texto sagrado en el que estamos entretejidos. Miraba con recelo los éxitos de nuestra civilización tecnológica: “La tecnología crea la ilusión del conocimiento”. Supo detectar la erótica y ceguera del dato. “Hemos pasado del dadaísmo al dataísmo. Estamos cerca de saber casi todo lo que no nos interesa saber”, dijo. Fue muy crítico con la orientación de las neurociencias (disciplina de moda en el siglo XXI), ofuscadas con la idea de que la conciencia es una propiedad de la materia. En una entrevista con el mexicano Alejandro Martínez Gallardo, comentaba: “La conciencia es uno de los temas principales del pensamiento védico y hoy vuelve a ser el tema estrella de la ciencia. En los últimos años se han publicado cientos y hasta miles de libros con la palabra conciencia en el título, pero la ciencia no parece haber dado ni siquiera un paso en la dirección correcta. Se producen, por supuesto, descripciones del cerebro, pero no de la conciencia. A ninguno de estos científicos se les ha ocurrido abrir las upaniṣad y descubrir que estaban hablando de lo mismo”. La antigua búsqueda de lo divino se ha transformado hoy en la investigación sobre la naturaleza de la conciencia. Calasso fue consciente de que nuestra civilización no ha sido capaz de distinguir mente de conciencia. Ni siquiera Husserl, que fue el primero en hacer de la conciencia el tema central de la filosofía contemporánea.
La mente es refractaria a los métodos del cirujano, no se puede diseccionar, tampoco localizar. Calasso entendía, como la fenomenología, que la mente no está en el cerebro, sino que es el cerebro el que está dentro de la mente. La identificación entre ambos es uno de los grandes descalabros del pensamiento moderno. Ver la mente dentro del cerebro sería la actitud natural o científica (en el sentido de la ciencia objetivista), que afirma que la mente es una actividad del cerebro y la conciencia una propiedad de la materia. Mientras que para Calasso, como para el pensamiento antiguo, es el cerebro el que está dentro de la mente. La explicación es sencilla. Si nos preguntamos cómo hemos llegado a averiguar que existe el cerebro y conocido su funcionamiento, enseguida veremos que es gracias a la mente. Hemos necesitado de la mente para descubrir el cerebro.
De hecho, el cerebro es un objeto-fenómeno que se aparece de muy diversas maneras al neurocientífico. En la cosmovisión védica, que Calasso compartía, la conciencia no es una propiedad de la materia, sino el origen y raíz de todo fenómeno. La conciencia es el ámbito donde las cosas se dan originariamente. ¿Caemos de nuevo en el subjetivismo? En absoluto. Ya dijimos que el paso de la actitud natural a la actitud fenomenológica no implica negar la existencia de las cosas, sino sólo un cambio de perspectiva. Para que algo sea real debe ser antes fenómeno (en el ámbito de la conciencia). Cualquier cosa que creamos del mundo puede ser cierta o falsa, pero lo que resulta indiscutible, lo que carece de toda duda, lo que no puede no ser, es la conciencia. Eso no quiere decir, por supuesto, que el mundo sea una creación mental. Cuando abrimos los ojos no podemos elegir lo que vemos.
En La actualidad innombrable Calasso dejó un diagnóstico certero de nuestro tiempo. En la sociedad secular todo es idolatría. Toda la buena literatura es sagrada. La verdad del arte sobrevuela la verdad de la ciencia positiva. La mente se ha embrollado en su propia proyección. El mundo, como dice un viejo texto hindú, es como la impresión que deja la narración de una historia. Era muy consciente de que “la inteligencia se ha dejado absorber por los algoritmos” y de que los verdaderos problemas no tienen solución. Coincidía con Borges en que la solución al misterio es siempre inferior al misterio. El escritor y editor italiano acabaría asumiendo la insurgencia fenomenológica de Simone Weil, una mujer que sabía no dejarse intimidar por la historia. “En nombre de la ciencia nosotros, hombres blancos, recorremos como propietarios el globo. La ciencia es para los occidentales como la Iglesia católica para Cortés y Pizarro, con la diferencia de que estos tenían alguna idea de lo que eran los sacramentos”. Lo divino es para ambos la atención, la emoción contemplada, el ardor de la mente, la luz, el amor y el juego. Sabía perfectamente del éxito improbable de su visión, pero prefirió, hasta el final, la verdad de la literatura a esa otra verdad, puritana y fría, de la ciencia positiva.
Juan Arnau es filósofo.