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Mario Merz, el aliento tiene dos narices y cinco dedos

El artista italiano sitúa en el centro de su exposición en el Palacio de Velázquez nuestra relación con la naturaleza, un vínculo afectivo y político ante el consumismo global

La obra 'Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano', de Mario Merz (1989).
La obra 'Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano', de Mario Merz (1989).Mario Merz / SIAE, VEGAP

De niño, Mario Merz (Turín, 1925-2003) jugaba debajo de la mesa de trabajo de su padre, que era ingeniero responsable de la construcción de elevadores y cabrestantes utilizados en las montañas. Metido allí, bajo ese lugar inquebrantable de la vida cotidiana, encontró un universo de pensamiento que desmontaba la rigidez del objeto. Le pasaba lo mismo con las piedras, que también recolectaba. Representaban su primera idea de arquitectura, siempre circular, como todas sus ideas. A menudo, se identificaba con la hierba que lucha por crecer entre un conjunto de rocas, mostrando esa impaciencia ante el espacio abstracto que avivaba la modernidad que llevó a muchos artistas a explorar otras dimensiones del “concepto espacial”.

El artista italiano rechaza las ideas del progreso y recurre al arte para imaginar un mundo basado en la igualdad y la libertad

Tiempo después, su mesa preferida fue la de su cocina, que su mujer, la artista Marisa Merz, se había adjudicado como estudio, y por donde concurrieron muchas conversaciones hasta altas horas de la madrugada con un sinfín de amigos artistas. En la práctica, la familia Merz había declarado su independencia del discurso de la historia del arte en nombre de otras formas de pensamiento. Las reivindicaban siempre que podía. Sin descanso. Un día, metido en su cocina, el artista decidió convertir 1966 en un “un domingo larguísimo”, un tiempo sin trabajo dedicado a socializar y a hablar, un momento íntimamente ligado al arte povera, que nacía ese mismo año en Italia tras la euforia del minimalismo en Estados Unidos y siguiendo la frecuencia estética de aquellas contestaciones disidentes que empezaron a llamarse antiformas. Un arte liberado de toda superestructura histórica y simbólica, determinado por el presente, lo ahistórico y los acontecimientos ordinarios de la vida. Excéntrico, dijeron algunos. Un arte donde El tiempo es mudo, dice el título de su actual exposición en el Palacio Velázquez del Retiro.

La muestra es maravillosa. El arte povera siempre se ha visto como una encrucijada de retornos y progresos, de remembranzas y anticipación, de historia y futuro, y como tal hay que leer hoy la obra de este artista. El museo parte de esas políticas del arte para hablar de espacios de vida, y pocas cosas hay más pertinentes que ésa. Eso es: la unión del arte y la vida como un acto revolucionario. Tras esta actitud había un tipo de artista implicado políticamente que, en su rechazo a las ideas dominantes del progreso, recurría al arte para imaginar un mundo basado en la igualdad humana, la libertad y la creatividad. Un tipo de arte que empleaba materiales comunes y naturales: arena, fuego, animales, ceras, grasas, algodón, plantas, y que defendía valores magistrales y pobres, así como de lo sensorial, lo lírico y lo subjetivo, lo poético y lo paradójico.

Esa microemotividad que tanto defendía Merz para combatir la mirada consumista la vemos esparcida por el espacio de la exposición, perfectamente orquestado, donde no falta ni sobra nada. Entre la selección de piezas, algunas tan especiales como Impermeable (1963-1978), ¿Qué hacer? (1968-1973) y su Casa en el bosque (1989), así como muchos de sus dibujos sin fecha. Están las dos obras de la colección del Museo Reina Sofía, Fibonnacci Nápoles (1971) y Las piernas (1978), así como sus conocidos iglús, paradigma del espacio habitable, seguramente el tema más pertinente del que hablar hoy en día. En la cabeza del artista eran viviendas y al mismo tiempo ideas. Un mundo y una casita. Un trampolín para la imaginación, solía decir. Mario Merz reivindica una libertad extraordinaria para crear obras sin restricciones ni categorías como el género, el medio o la forma, obras con una movilidad y una ubicuidad potencial aún mayores que el iglú. Visualizar era para él un proceso que consiste en observar y encontrar, no en inventar. Un proceso de inclusión, no de exclusión. Una utopía que mira la sociabilidad como conciencia, las mesas como dibujos, las arrugas de las hojas como geometría y el perfume de los pinos como una deriva del tiempo.

En tiempos de desarrollismo compulsivo, de vivir en un sistema socioeconómico basado en la acumulación sin fin, de la necesidad de pensar en una filosofía ecosocial y de la urgencia por un pensamiento contemporáneo de la naturaleza, esta muestra deviene una declaración de intenciones y apela a otra sociedad posible bajo un rechazo del mundo hipercapitalista. Mario Merz es una artista-alquimista atraído por las posibilidades físicas, químicas y biológicas de esos elementos que, en aquellos años sesenta, irrumpían en el terreno del arte y que hoy siguen indagando en el lenguaje verbal de los objetos. Un artista que, más que trabajar sobre principios, necesitaba indagar en las dudas para descubrir las raíces de las cosas.

‘El tiempo es mudo’. Mario Merz. Palacio de Velázquez. Parque del Retiro. Madrid. Hasta el 29 de marzo.

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