El misterio mejor guardado de las monarquías
Ni siquiera las familias felices, que alguna hay, pueden garantizar que su herencia se transmita sin ser despedazada
De las monarquías no debería sorprender tanto que sigan existiendo en 2020, reinando sobre sociedades perfectamente democráticas, sino que sigan heredándose de padres a hijos, siglo tras siglo. Contra lo que siempre ha vendido la carcundia, la familia no es ese bastión robusto y nuclear de la sociedad. Ni siquiera las familias felices, que alguna hay, pueden garantizar que su herencia se transmita sin ser despedazada o que sus miembros se mantengan unidos y fieles a los deseos paternos. Lo habitual es que, llegado el momento, cada cual quiera hacer su vida y pase de genuflexiones y armiños, de igual modo que los hijos del herrero usan cuchillos de palo: por la naturalísima disposición que todos tenemos para fastidiar a nuestros padres.
Me gusta pensar que Enrique y Meghan tomaron la decisión de salir por piernas tras un maratón de episodios de The Crown. Al ver una de esas secuencias en las que la reina se aburre en un salón del tamaño de un estadio, todo lleno de cuadros y relojes que dan su tic-tac mucho más despacio que los relojes republicanos y plebeyos, Enrique se vuelve a Meghan y Meghan se vuelve hacia Enrique, los dos acurrucados con sendas mantitas de ver la tele, y se dicen con los ojos: vámonos a Canadá o adonde sea. Donde no haya retratos de tudores y victorias y donde los relojes no hagan tanto ruido y los minutos no duren una hora.
El misterio de la monarquía no se esconde en la propaganda que hace falta para convencer a una sociedad culta y libre de que es más útil y valiosa que una república, sino en cómo se convence a los herederos de que acepten su destino y en cómo logran que las familias reales se mantengan unidas con tan pocas deserciones. Tal vez Olivia Colman nos lo cuente algún día.
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