París, postal del cielo
Lo único bueno que tiene viajar en una época tan desalmada es que los vuelos salen baratos. Y si se viaja a la capital francesa, incluso se pueden encontrar hoteles baratos
1. Exposiciones
Corto viaje al París fantasmal de la huelga y el cabreo generales para ver algunas exposiciones que me interesaban. Lo único bueno que tiene viajar en una época tan desalmada es que los vuelos salen baratos. Y si se viaja a París, de donde han desertado miles de turistas a causa de lo que allí llaman mouvements sociaux, incluso se pueden encontrar hoteles baratos. Como siempre han dicho los clásicos, para que una huelga general funcione hay que empezar por los transportes, y tengo que confesarles que hacía mucho que no caminaba tanto: con una docena de líneas de metro clausuradas y los pocos autobuses que funcionaban tan repletos que uno envidiaba la comodidad de las sardinillas en su lata, las aceras rebosaban de gente que se trasladaba andando a sus quehaceres. Por lo demás, cada vez que voy a París no puedo sacarme de la cabeza —como suele ocurrirnos con esas malas canciones que se nos pegan de modo inexplicable— unos versos insolentes de Blas de Otero publicados en En castellano (1959): “París, postal del cielo / firmada por el Sena / Sí, sí… / París, París para los señoritos” (cursivas de BdO), un poema, por cierto, replicado con ironía y ternura por Gil de Biedma en Moralidades (1966). Pero a París ya van pocos señoritos: no les gustan ni los gilets jaunes (chalecos amarillos), ni las enormes manifestaciones y huelgas para luchar por pensiones dignas.
De las exposiciones, tengo que decirles que, por casualidades (o no) de la vida, todas tenían un aire más bien declinista y un punto siniestro: en el Centro Pompidou, aquel proyecto arquitectónico radical de Renzo Piano y Richard Rogers (1977) que hoy se me antoja más arqueológico que un zigurat, conviven sendas muestras interesantísimas dedicadas a Francis Bacon (y a las “inspiraciones” literarias de sus grandes trípticos) y a Christian Boltanski, a quien no he dejado de seguir desde que descubrí sus estremecedoras y espectrales instalaciones de “suizos muertos” a finales de los ochenta. Valió la pena también arrastrarme andando hasta la lejana Cinémathèque (una filmoteca como Dios —o el gran Henri Langlois— manda y bien financiada por el Estado: nada que ver con la cutrez paupérrima y vergonzante de la Filmoteca Española del cine Doré, quizá la demostración más flagrante de lo poco que les preocupa el cine a los sucesivos Gobiernos) para ver la exposición Vampires, en la que su protagonista esencial, ni muerto, ni vivo, se nos muestra como un ser que se pregunta a lo largo de sus encarnaciones cinematográficas acerca de su propia identidad.
En el Musée d’Orsay se exhibe, coincidiendo con la publicación en La Pléiade de un volumen con sus Romans et nouvelles, la muestra dedicada a Joris-Karl Huysmans (1848-1907) como crítico de arte y heredero en ese terreno de Baudelaire; por cierto que sus dos principales obras del periodo decadentista, A contrapelo (À rebours, 1884) y la satanista Allá lejos (Là-bas, 1891), pueden encontrarse en las librerías españolas. Por último, pude visitar sin colas (la gente estaba tan cansada de caminar que no tenía ganas de ir a los museos) la estupenda exposición dedicada a El Greco en el Grand Palais: admirando esas setenta y tantas obras de todas sus épocas y técnicas, me pregunté varias veces cómo pude ser tan ciego en mi juventud, cuando no podía ver (¡ni en pintura!) al gran maestro cretense. Si pueden permitírselo, no se pierdan un breve viaje a París para admirar esas y otras exposiciones (muchas de ellas en cartel hasta finales de enero). Y no olviden las librerías: incluso las de barrio siguen siendo la pera (limonera).
2. Proust
No ha habido periódico, ni suplemento, ni revista literaria que no se haya ocupado del centenario de la concesión del Goncourt (diciembre de 1919) a Marcel Proust. Un prodigio de intrigas, intereses, influencias y politiqueos (incluyendo copiosas cenas) digno de cualquier aspirante a sillón en la RAE (bueno, no de todos). Si quieren enterarse mejor, lean el apasionante Proust, premio Goncourt, de Thierry Laget, publicado por Ediciones del Subsuelo.
3. Regalazos
Lo bueno de los buenos libros es que no hace falta que sean caros para convertirse en regalazos. Los catálogos de las colecciones de bolsillo son los lugares en los que se refugia el fondo editorial: y en ese fondo se encuentran tesoros más deslumbrantes que el que obsesionaba a John Long Silver, el torticero pirata de la tripulación del viejo Flint. Buenas sugerencias pueden ser los aniversarios literarios: en 2020, y por no salirme del ámbito hispánico, se conmemoran los centenarios de los nacimientos de Benedetti, Delibes o Perucho, y el de la muerte de Galdós: de todos ellos hay excelentes ediciones a precios diversos. La lista de los mejores libros elegidos por los que hacemos Babelia también puede proporcionar ideas, además de debate, protestas e indignados tuiteros. Y, por supuesto, sus libreros de carne y hueso, que atinan más que los algoritmos. Pero, contra mi austera costumbre, déjenme que hoy también les recomiende un libro que además constituye un museo portátil (aunque con dificultad: 29 × 39,5 × 6,5, 622 páginas, varios kilos de peso) del fascinante arte de la xilografía japonesa. Taschen ha publicado el increíble tomazo Japanese Woodblock Prints en edición trilingüe (francés, inglés, alemán), que incluye más de 200 estampas (y varios desplegables) con las mejores muestras del género conservadas en los grandes museos, todas reproducidas con un primor que las acerca a los originales. La selección comprende muestras de las más variadas temáticas (paisajes, escenas eróticas, cortesanas, guerreros, actores de kabuki) de los periodos Edo y Meiji. Cuesta 150 euros. De acuerdo, pero antes de insultarme, échenle un vistazo en las buenas librerías.
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