El cielo puede esperar
La premisa de 'El cielo puede esperar' en Movistar parte del placer que daría espiar el funeral de uno para convertirse en un retrato audaz, divertido y salvaje del presunto muerto
En la maravillosa Un hombre lobo americano en Londres, dos mochileros estadounidenses sufren el ataque de un licántropo en los páramos ingleses. Uno muere y el otro sobrevive, pero con la maldición ya sabida. Su amigo muerto, Jack (Griffin Dunne), se le aparece en varias escenas (cada vez más podrido y descarnado) para convencerle de que se mate antes de que llegue la luna llena, pero también charlan de sus cosas, como amigos que son. Jack asistió a su propio funeral y relata con placer cómo una chica que le dio calabazas lloró desconsolada. Qué delicia, verla hecha trizas, y él que creía que no sentía nada por él.
Ese es el propósito de la fantasía narcisista de asistir a nuestro entierro: contemplar cómo la angustia y la tristeza devoran a nuestros seres queridos. Miente quien quiere que su funeral sea una fiesta. No me lloréis, dicen muchos, organizad un guateque en mi honor y correos una buena juerga. Yo no quiero eso. Yo quiero que me lloren hasta deshidratarse, que monten escenitas, que alguien se desmaye, que otro alguien se arroje sobre el ataúd maldiciendo al cielo y gritando que le lleve a él en vez de a mí y que todos se arrepientan de no haberme querido lo suficiente. A lo bestia.
La premisa de El cielo puede esperar (Movistar) parte del enorme placer que daría espiar una ceremonia así para convertirse luego en un retrato audaz, divertido y salvaje del presunto muerto. Un personaje popular (y vivo), como Leiva o Ana Belén, se sienta en una sala blanca y ve cómo sus amigos le homenajean de cuerpo presente. Entre las muchas virtudes del programa destaca la desdramatización del óbito. Al presentar el ritual del adiós como una comedia, renaturaliza la relación con la muerte, profundamente artificial y aséptica en el mundo actual. Arte en forma de tele.
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