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Columna
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Robots

'La invasión de los ladrones de cuerpos' está tenebrosamente presente en mi enfermo cerebro cada vez que piso las calles pobladas por caravanas de gente enganchadas a su móvil

Carlos Boyero
Donald Sutherland en 'La invasión de los ultracuerpos'.
Donald Sutherland en 'La invasión de los ultracuerpos'.

Hace mucho tiempo que no reviso dos películas de ciencia ficción, o de estricto terror, tituladas La invasión de los ladrones de cuerpos y su remake La invasión de los ultracuerpos, pero están tenebrosamente presentes en mi enfermo cerebro cada vez que piso las calles pobladas por caravanas de gente enganchadas a su móvil, hablando a gritos a través de auriculares, leyendo libros electrónicos, masajeando su tableta. Aunque pertenezcan a un grupo o formen parejas cada uno va a lo suyo. Y no miran lo que tienen enfrente. Te llevan por delante sin necesidad de disculparse. En las aceras, en los semáforos, en los pasos de cebra. Es tan amenazante como natural. Y si logras sobreponerte a escenario tan marciano, tendrás que esquivar, o que te atropellen, los ecologistas de las bicis y los patinetes.

Hay más martirios para los ancianos, los incapaces mentalmente de usar las nuevas tecnologías, los incurables y rancios añorantes del mundo de ayer (ay... los cines, las librerías de barrio, las tiendas de discos) y es la situación kafkiana de que cada vez que utilizas el teléfono para pedir citas médicas, consultas bancarias, agencias de seguros o de viajes, compañías telefónicas, te encontrarás con voces grabadas, desesperantes robots, que te piden que marques claves para que te informen de sus servicios, te remiten a sus páginas web, te exigen tu usuario y tu contraseña. ¿Normal? No, demencial. Y los de siempre se estarán forrando con lo de sustituir la voz humana por los autómatas.

En su novela Diario de la guerra del cerdo, Bioy Casares imaginó la caza mortal de inservibles viejos. En la película Yo, Daniel Blake, Ken Loach retrataba la angustia de un hombre gravemente enfermo que intenta que le concedan la invalidez, pero al que obligan a buscar trabajo para otorgarle el subsidio. Y esa barbarie burocrática debe resolverla a través de Internet. No sabe, no aprende, no puede. El corazón le estalla. Uno menos.

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