Dvorak y el misterio del violonchelo
Los recelos al instrumento abrieron el camino a la escritura de una obra maestra del repertorio
Más que Concierto para violonchelo y orquesta, el Op. 104 de Dvorak debería llamarse Concierto para orquesta y violonchelo. Y no porque escasee el lucimiento del instrumento solista, sino porque el compositor bohemo subordina el onanismo de la estrella al requisito de la concertación. Ni siquiera es un concierto para orquesta. Es un concierto con la orquesta.
Dvorak requiere a los músicos escuchar y escucharse. No solo desde una perspectiva camerística, sino de un ejercicio de recíproca atención cromática, rítmica. Se trata de explorar las texturas y las dinámicas. El violonchelo, más que protagonizarlo, entreteje el concierto, asume la responsabilidad de llevarnos a la otra orilla, pero más desde las corrientes submarinas que desde el oleaje. La misión del chelista consiste en trasladar el estado de ánimo de la partitura. Superar los desafíos técnicos, es verdad, pero subordinarlos a la experiencia del viaje colectivo.
La prueba está en que Dvorak escarmienta al solista a un ejercicio de paciencia y de resignación en el largo desarrollo de la introducción musical. Tanto se luce la orquesta, tanto se demora la entrada del chelista. Se lo somete a un ejercicio de humildad. Y se lo constriñe a desplegar su primer sonido en un precipicio de soledad y de silencio.
Es la primera prueba. Las restantes se le proponen al solista entre el virtuosismo y la responsabilidad estructural. Sería un concierto endiablado si no fuera porque Dvorak conoce los límites y las cualidades del instrumento. Las explora en los extremos sonoros y técnicos, pero corresponde al chelista con una escritura de extraordinaria naturalidad. Los pasajes de calma, cantábiles, y los pasajes frenéticos asemejan a los accidentes del mismo río. Fluye la música de tal manera que el solista y la orquesta llegan a sentirse llevados o mecidos por una fuerza interior. El desafío radica en encontrarla. Dvorak propone los mejores señuelos.
Y concibe acaso la obra maestra no ya de su repertorio, sino de la literatura para instrumentos solistas. Tutea Dvorak los de Brahms y Beethoven para violín. Lleva más lejos que Haydn, Shostakovich o Elgar la afinidad de los compositores al violonchelo.
Y no parecía que fuera a suceder así. El compositor checo necesitó llegar a la plenitud para resarcirse del contratiempo y frustración que habían supuesto la escritura de su Concierto en la mayor. Lo concibió 30 años antes del que nos ocupa, pero se arrepintió de haberlo “proyectado”. De hecho, no llegó a emprender la orquestación. Restringió el trabajo a una reducción para chelo y piano de la que nunca llegó a estar satisfecho, entre otras razones porque recelaba de las cualidades “solistas” del instrumento. Así las exponía con franqueza:
“El violonchelo es un instrumento hermoso, pero su lugar está en la orquesta y en la música de cámara. Como solista no es muy bueno. Su registro medio sí lo es, es verdad, per los agudos rechinan y sus bajos reverberan. El mejor instrumento solista es y será el violín. También he escrito un concierto para violonchelo, pero hasta el día de hoy me arrepiento. Y nunca tuve la intención de escribir otro”.
Las palabras de Dvorak le contradicen unas décadas antes de concederse a la “construcción” del Op.104. Puede que contribuyeran a desengañarlo los “trabajos preparatorios” que acompañan este disco. El Rondó (1893) es un ejercicio de estilo y de virtuosismo que resolvió para un orgánico orquestal pequeño -no hay viento en la escritura original-, mientras que su Waldesruhe, escrito diez años antes, predispone el lirismo, la melancolía y el énfasis liederístico que caracterizarían a su gran concierto.
Traduciríamos directamente del español como “Bosques silenciosos”. Es la mejor manera de definirlo en su capacidad evocadora. Dvorak “confunde” la madera de los árboles con la del propio violonchelo. Existe entre aquéllos y éste una relación orgánica, un vínculo embrionario que recuerda a la imaginación del almirante Nelson cuando recogía en el campo una bellota: no reconocía entre sus manos el fruto de la encina. Observaba el mascarón de un gran navío.
Hay nostalgia y énfasis cantabile en su Waldesruhe, pero más sentido adquieren la una y el otro en la proeza del Concierto para violonchelo. Lo escribió desde el exilio americano. Y ha había estrenado la Sinfonía del Nuevo Mundo (1893), pero el olor de la madera del chelo contribuyó a la evocación de su tierra y de su hábitat. Dvorak nos perfora con su melancolía. No hay dolor, pero sí puede percibirse escalofrío del “destierro” y de la memoria. Se diría que el maestro convirtió el concierto en la tierra que el conde Drácula se llevó a Londres para no desarraigarse.
Es una interpretación hiperbólica, pero bastante eficaz para describir el hecho de que la escritura del Concierto -1884-1895- se prolongó durante sus experiencias y viajes de ultramar. Primero en Inglaterra. Después en Estados Unidos, como director del Conservatorio de Nueva York. Y como referencia totémica de la música “occidental”. El Op.104 fue su espacio de “regresión”, la balsa del náufrago. Y el pretexto para indagar en las emociones de su pasado.
Ninguna tan evidente o flagrante como la evocación de su gran amor de juventud no correspondido. Hablamos de Josefina Cermakova. Y del disgusto que a Dvorak le supuso conocer que su antigua musa agonizaba. Es la razón por la que el adagio del Concierto aloja un lied que le había escrito desde las entrañas: Lass’mich allein.
Es el pasaje que el violonchelo debe interpretar asumiendo o adquiriendo una naturaleza humana. Dvorak lo transforma en un cálido barítono lírico. Lo repuebla de armónicos y de matices. Y viene a demostrarnos que la mejor manera de superar las “limitaciones” del violonchelo no es otra que trascenderlo. Dvorak convierte el violonchelo en el metaviolonchelo. Igual que en un pacto mafistofélico, alcanza la proeza de “animarlo”. Y el alma está en la partitura. Hay que saber encontrarla entre los renglones del misterio.
Babelia
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