Entre las bambalinas de la industria del porno
'The Deuce' expande su valor con una segunda temporada que blinda las señas con las que David Simon distingue sus creaciones
La primera temporada de The Deuce proponía un tour de ocho paradas por el lado más salvaje y despiadado del Nueva York de mediados de los setenta a través de una galería de personajes enquistados en sus malas calles. Una crónica detallista sobre ese periodo en que las inmediaciones de Times Square eran el Sodoma y Gomorra del capitalismo, en lugar de la Disneylandia actual. La segunda (ya completa en HBO España) sigue escudriñando los mismos derroteros dramáticos, inmersa en el relato coral de esos transeúntes golpeados por la vida, los funambulistas del callejón de las almas perdidas. Sin embargo, el escenario se ha visto desplazado, pasando de las sucias calles a los sets de cine X.
También se ha producido un desplazamiento en el foco principal: imbuidos o no por el clamor del #MeToo y su efecto directo en uno de los activos del serial (James Franco), George Pelecanos y David Simon dan mayor espacio a la lucha femenina de esas pioneras circulando por el lado salvaje. La mayor atención dispuesta sobre la realidad del género femenino durante esos años queda evidenciada con la presencia cada vez más notoria del personaje de Candy (Maggie Gyllenhaal), así como por su ascenso —en una carrera de obstáculos de largo recorrido— como directora en una industria tan machista como la del porno.
Pero no es la única que gana protagonismo, la losa de los chulos ejerciendo la agresión física o psicológica como arma desesperada para no perder su catálogo sexual, ante la amenaza de unas prostitutas que han encontrado en el cine para adultos un salvoconducto de la vida al límite sobre los adoquines, es otra de las subtramas álgidas. Ya la primera temporada repartía equitativamente el minutaje entre personajes masculinos y femeninos, pero la última pone de relieve el arco de transformación en ellas –con reflejos con el tiempo presente—, una salida adelante en un mundo sórdido y desalentador, regulado por la explotación machista y el dinero sucio.
Como cualquier obra del creador de The Corner, The Deuce, en su voluntad naturalista, arma un pormenorizado microcosmos diegético. Un fresco riguroso de un tiempo y un lugar concreto que bajo el microscopio de los laboratorios Simon no solo adquiere vida propia, sino que en sus capas más remotas, explora una de sus obsesiones: las fallas del sistema capitalista y los caídos en estas. En ese sentido, la segunda temporada ha dado un salto de calidad. Su universo de ficción fluye ahora de forma más orgánica: la interrelación de todos los estamentos que componen la obra (prostitución, industria del porno y mafia y negocios satélite vs persecución policial, con leves pinceladas sobre los estratos políticos buscando limpiar la zona para su revalorización), así como la plena consecución de relato coral mediante las "vidas cruzadas" de sus personajes transitando por un lugar compartido, Nueva York circa 1977, apuntalan esa sensación. Es como si ese universo ficticio cobrara vida propia, sin esa pequeña mancha de una primera temporada excesivamente pendiente de su verosimilitud en pantalla. Preocupada en que el aparato de producción/diseño artístico encajara sin estrías, en modular una atmósfera realista inspirada por grandes clásicos del séptimo arte (con Taxi Driver y Cowboy de medianoche como algunas de sus principales referencias. En la nueva se consolida la sombra de Boogie Nights).
Asumido el visto bueno sobre su solvencia formal, y alejada de la artificiosidad excluyente de Vinyl, la serie ha ganado terreno en el retrato de ese Nueva York, pero especialmente en el dibujo profundo de unos personajes que destilan las bondades y las bajezas del ser humano. Porque de nuevo, como ocurre en las ficciones con el sello de David Simon, lo importante no son tanto las tramas ni las subtramas, como la interacción de los personajes por estas y por los ambientes resultantes sin juicios de valor por parte de sus creadores. Y en ese sentido, The Deuce, y su ambición multinarrativa, empieza a tener poco que envidiar a Treme o The Wire. Uno pisa sus malas calles y pierde de vista la realidad del presente.
Si la primera puso los cimientos para la edificación de un artefacto naturalista que capturara el clima y los dramas de ese Nueva York de sordidez fascinante, la segunda expande el universo, y profundiza en este, liberada por la invisibilidad de sus costuras, imbuida en un fluir mucho más natural, una narrativa más ágil y con un aprecio hacia sus personajes proporcional al carisma creciente de estos. La visión radiográfica y 360º del Zola televisivo se ha apoderado de todas las capas de esta monumental ficción. Su mundo ficticio vuelve a latir cerca de una realidad que aspira a capturar y a diseccionar con respeto.
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