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sillón de orejas
Columna
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El que susurra en la oscuridad

Los dosieres, archivos y grabaciones del comisario Villarejo superaran la imaginación conspirativa de los más conspicuos príncipes y princesas de la novela negra

Manuel Rodríguez Rivero
H. P. Lovecraft.
H. P. Lovecraft.topham / cordon press

1. Pestilencias

Permítanme que me excuse ante los admiradores de la obra de H. P. Lovecraft (1890-1937) por apropiarme del título de una de sus mejores novelas cortas (incluida en El horror de Dunwich, Alianza) para el de este Sillón de Orejas. La idea me vino leyendo las informaciones acerca del nuevo chantaje que, desde las inmundas cloacas del Estado —una, digamos, “institución” con autonomía variable que sobrevive a los sucesivos Gobiernos—, insisten en zapar las instituciones democráticas. El que susurra podría ser quizás el comisario Villarejo, un personaje tenebroso cuyos dosieres, archivos y grabaciones (uno no se lo imagina en la Tienda del Espía adquiriendo los pinganillos que se coloca en el ojal de la solapa para grabar a sus víctimas) superarían la imaginación conspirativa de los más conspicuos príncipes y princesas de la novela negra: secretos, papelorios y confidencias indiscretas que parece dispuesto a hacer públicos poco a poco y a su conveniencia. Ya sabemos, por el salmo 91, que “la pestilencia se mueve en la oscuridad” (negotium perambulans in tenebris), es decir, en las cloacas, metafóricas o no. Por eso el maestro Lovecraft imaginaba sus pútridos submundos en las leprosas galerías por las que se movían entidades ominosas, entre el fétido olor de la corrupción, y la compañía de las ratas. Las cloacas de hoy funcionan de otra manera: son más luminosas y disponen probablemente de aire acondicionado, ambientadores con aroma a madreselva y abundante tecnología. Estas últimas semanas hemos comprobado que ahora los disparos se dirigen, por Rey emérito interpuesto, a socavar las instituciones del Estado. A mí me resultan fruslerías y morondangas los más o menos difundidos concúbitos del monarca anterior con sus sucesivas “amigas entrañables”, pero no así sus corruptelas, si es que las hubo. En todo caso, por enterarme de que el Rey se lo montaba extramatrimonialmente no me voy a hacer más republicano. Y soy consciente de que el asunto tiene todos los ingredientes para que los todólogos de cualquier género paporreen sin cesar en las tertulias, chapoteando en las aguas fecales del escándalo para ampliar la audiencia, pero lo único que me importa es la fortaleza del Estado de derecho para resistirse al chantaje y poner a cada uno en su lugar, incluyendo a susurrantes, testaferros, espías y, en su caso, antiguas testas coronadas. En cuanto a la “amiga entrañable” Corinna Larsen (antes zu Sayn-Wittgenstein), a la que la Wikipedia llama “filántropa alemana” (a veces es preciso besar a muchas ranas para que una se convierta en princesa/príncipe), solo se me ocurre recordarle un aforismo del inagotable pensador con quien compartió apellido: “Dormirse en los laureles es tan peligroso como descansar en una excursión por la nieve. Cabeceas y te mueres en el sueño”. Algo así es lo que le acabó sucediendo al protagonista del estupendo relato Encender una hoguera, de Jack London (nueva edición en Reino de Cordelia), que he releído estos días por su cuerpo de letra grande y por aliviarme del calor con un relato de nieve en el Yukón.

2. Barreras

En La ilusión del fascismo, un ensayo de Alastair Hamilton que publicó (1973) Luis de Caralt y hoy es inencontrable, se afirma que en los años veinte, y tras la gran carnicería que sumió a las democracias liberales europeas en la mayor crisis de su historia, las barreras políticas, psicológicas y morales que separaban a los intelectuales radicales de uno u otro signo eran tan frágiles que a menudo se confundían e invitaban al cambio de militancia. Ultraconservadores y ultraizquierdistas tenían en común un profundo desprecio hacia las élites burguesas, la insatisfacción por lo que juzgaban agotamiento del parlamentarismo y la aceptación de la violencia como herramienta para la conquista del Estado. Hubo líderes que titubearon hasta encontrar su camino: Mussolini, que militó en el ala más radical del socialismo italiano y llegó a dirigir Avanti!, es un ejemplo. Y, mutatis mutandis, una evolución semejante experimentó el futuro Führer cuando llegó como soldado desmovilizado y artista fracasado al Múnich revolucionario de posguerra. En De Adolf a Hitler (Taurus), Tomas Weber se concentra en la biografía política y personal de Hitler entre 1918 y 1926, desde su inicial apoyo oportunista a la izquierda radical hasta su transformación ideológica y psicológica, su participación en el putsch de Múnich y la plasmación de su ideario en Mein Kampf. Un libro importante que explica el relativo enigma de la radicalización de Hitler.

3. Olvido

Aún no había podido felicitar —y compadecer cariñosamente— a mi admirada Olvido García Valdés por su nombramiento como directora general del Libro y Fomento de la Lectura del tercer país de la UE que menos gasta en dicha actividad (libros, periódicos y revistas incluidos). Como ya dije con motivo de la toma de posesión de su jefe, lo que más necesita el sector que le ha tocado pastorear es que lo escuchen: no sólo a los que controlan sus instituciones, sino a todos, pequeños y grandes, independientes o no. Somos, como ya ha tenido tiempo de enterarse la poeta ahora administradora (confío en que la presión no le haga olvidar su primer oficio), un país en el que se devuelve el 40% de lo que se publica, en el que los creadores, que son el alma del negocio, se llevan la peor parte, en el que las bibliotecas precisan más apoyo, en el que los libreros lo pasan mal y la piratería hace mucha pupa. Escuchar y tomar notas. Le servirán para su trabajo prosaico y, quizás, para el poético. Al fin y al cabo, la Casa de las Siete Chimeneas está cargada de leyendas. Por eso me gusta imaginar a Olvido “entrar en las nubes desde el cielo / y correr después sobre la tierra”.

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