Artes vivas: el teatro sin límites
Ni danza ni drama ni 'performance' y todo eso a la vez. Son la vanguardia de una creación sin etiquetas que empieza a saltar del circuito alternativo a las grandes salas
Hoy a mediodía tendrá lugar en Madrid una “excavación de palabras”. Es una acción escénica llamada El desenterrador, resultado de un taller dirigido por el colectivo teatral Societat Doctor Alonso que se desarrolló esta semana en el Centro Internacional de Artes Vivas de las Naves Matadero. Durante la excavación se intenta desenterrar el significado original de palabras. Por la tarde, también en las Naves Matadero, se representará el espectáculo japonés Circo de sastre: dos músicos improvisan melodías mientras un diseñador de moda crea en directo con su máquina de coser una escenografía de telas y un artista visual proyecta luces y efectos de magia. Al mismo tiempo, en otra punta de la ciudad, la creadora María Jerez activará en el teatro Pradillo su dispositivo Blob: una masa amorfa y cambiante que se mueve por el escenario provocando sensaciones, inquietudes y tal vez horrores.
Estas tres propuestas tienen algo en común: todas se desarrollan en espacios escénicos frente a un público, pero ninguna encaja en los géneros teatrales tradicionales. ¿Quizá performance? ¿Teatro danza? ¿Teatro físico? ¿Teatro posdramático? ¿Teatro relacional? De todo un poco, en realidad. La etiqueta que se está extendiendo en España para definir este tipo de trabajos difíciles de clasificar es “artes vivas”, procedente de la expresión inglesa live art, precisamente porque lo engloba todo o porque no excluye nada. “El arte vivo no es un género nuevo, acoge prácticas conocidas pero excluidas del teatro literario o visual. Una lista no exhaustiva incluiría la performance, el body art, las artes visuales, la danza, el teatro físico, el mimo, acciones políticas y el arte de acción”, resume el investigador Patrice Pavis en su Diccionario de la performance y del teatro contemporáneo.
Por su mayoritaria exclusión de los teatros tradicionales, a menudo estas prácticas han encontrado refugio en museos y galerías; de ahí en parte su catalogación como “arte vivo”, frente al estatismo de cuadros y esculturas. Se pueden contar con los dedos de las manos los espacios escénicos españoles que en los últimos años han dedicado mayoritariamente su programación a este tipo de creaciones. Salas alternativas como Pradillo en Madrid; Antic, Hiroshima y La Poderosa en Barcelona; La Fundición en Bilbao y el Centro Párraga de Murcia. También los museos Reina Sofía, CA2M y Macba, así como La Casa Encendida, las acogen a menudo. Es decir, escenarios marginales o ligados a las artes plásticas. ¿Por qué se está generalizando ahora en España la etiqueta “artes vivas”? ¿Hay de pronto una explosión de creadores?
Más que de explosión, hablamos de visibilización. Trabajos habitualmente relegados salpican las programaciones de algunos escenarios institucionales (esta temporada de forma muy evidente en los Teatros del Canal de Madrid y, mucho antes, en el Mercat de les Flors de Barcelona). Pero lo que en realidad ha puesto el término en boca de todos ha sido el nacimiento el pasado marzo del Centro Internacional de Artes Vivas en el complejo escénico madrileño Naves Matadero, de titularidad municipal. Por primera vez las artes vivas son protagonistas absolutas de una institución pública, lo que por otra parte ha desatado la protesta de compañías que antes exhibían sus espectáculos en esos escenarios. Unos 700 profesionales de la cultura (Blanca Portillo, José María Pou, Sergio Peris-Mencheta, José Sacristán, Gerardo Vera) firmaron antes de verano una carta para pedir al Ayuntamiento que reconsidere su decisión de dedicar exclusivamente esos espacios a las propuestas más experimentales, en detrimento de otras (más convencionales) que tenían allí un público consolidado. La movilización se está reactivando estos días tras conocerse el descenso de espectadores, de un 50% a un 30% de ocupación. “Este tipo de creaciones se alejan de la visión tradicional de lo que se considera danza, teatro, música… Son transversales y escapan a todos los intentos de categorización habitual. Por eso generan controversia y necesitan un proceso de aceptación largo”, explica Mateo Feijóo, director del nuevo centro.
La controversia, en realidad, viene de lejos. Hablamos de una categoría escénica que entronca directamente con los radicales experimentos del colectivo The Living Theatre (con raíces en el teatro de la crueldad de Artaud) que alborotaron la escena mundial hace medio siglo sacando sus espectáculos a la calle y exigiendo la implicación a los espectadores. También con el laboratorio de Grotowski en Polonia. El escándalo en estos casos nunca fue tanto por el contenido como por las formas: la ruptura de los límites, la despreocupación por los géneros, la mezcla de disciplinas (actores, escritores, directores de escena, coreógrafos, bailarines, artistas plásticos) y una manifiesta intención de espolear al público. No se le ofrece (solo) entretenimiento, se le invita a replantearse su propio papel y a mirar de otra manera.
“Desde mediados del siglo XX y en diferentes oleadas se han dado distintas confluencias entre las artes visuales y las escénicas, cada vez con diferentes objetivos: una implicación mayor en la experiencia estética, un impacto más directo sobre el entorno cotidiano, una relación más porosa con la vida fuera de los lugares del arte o una resistencia al mercado del arte, por ejemplo. No se trata solo de interdisciplinariedad, sino también de la voluntad de ampliar los ámbitos de acción, de afectar a la vida y a los contextos. A la par, existen prácticas que trabajan dentro de los márgenes de lo que hasta el momento se ha considerado teatro o danza y que son fundamentales también: ayudan a tender puentes con el pasado, a afianzar tradiciones y recorridos de las artes, a asegurar una continuidad entre las propuestas más conocidas y comprensibles y las más experimentadoras”, reflexiona Victoria Pérez Royo, directora del Máster en Práctica Escénica y Cultura Visual, el único dedicado por entero a la investigación de las artes vivas. Desarrollado por la Universidad de Castilla-La Mancha en colaboración con entidades como el Museo Reina Sofía o La Casa Encendida y la asociación de estudiosos y artistas Artea, desde su creación en 2008 se ha convertido en un vivero de creadores.
Que sean difíciles de etiquetar no significa que las artes vivas sean difíciles de comprender o disfrutar. Los catalanes Àlex Serrano y Pau Palacios, fundadores de la Agrupación Señor Serrano, llevan 10 años paseando con éxito por escenarios internacionales sus espectáculos “inclasificables”: textos, música, vídeos en tiempo real, maquetas y objetos se mezclan en el escenario con una fórmula narrativa fragmentada. “Nosotros hacemos teatro. Utilizamos recursos teatrales para generar un dispositivo teatral. También contamos historias. Lo que pasa es que las contamos de una forma distinta y establecemos con el público una relación distinta de la que se espera en un teatro. Para empezar, le mostramos los trucos de la ficción, todo está a la vista”, cuenta Àlex Serrano.
La Agrupación Señor Serrano es una de las pocas compañías del género multidisciplinar que han conseguido dar el salto a los teatros institucionales en España. Eso sí, con una o dos funciones como mucho. Esta noche actúan en el festival Titeremurcia; la semana que viene, en Palma, y en diciembre, en Sevilla. Aun así, trabajan casi siempre en el extranjero. “En Europa nos programan de manera normalizada y nos ofrecen residencias para crear nuevos espectáculos [ganaron el León de Plata de la Bienal de Venecia en 2015). Un caso paradigmático es Bélgica, gracias en parte a su escasa tradición teatral. Como no tenían un gran repertorio clásico, en los años cincuenta el Gobierno empezó a invertir para crear uno contemporáneo. Y así se ha convertido en uno de los países que más apoyo ofrecen a los artistas actuales”, ilustra Pau Palacios. El aclamado Jan Fabre, que en enero ofrecerá en Madrid su famosa performance de 24 horas Mount Olympus, es producto de esa decidida política belga.
Muy parecida es la trayectoria de El Conde de Torrefiel. Fundada y dirigida por Tanya Beyeler y Pablo Gisbert en 2010, también trabajan más en escenarios europeos que en los españoles. En sus espectáculos el texto no se dice, se proyecta. “Incluso cuando introducimos diálogos, los actores no lo interpretan y les ponemos micrófonos para neutralizar sus voces”, explica Beyeler. ¿Por qué? “No queremos representar una emoción. La emoción es una cosa que se debe provocar en el espectador, no en el actor”, aclara. Una fórmula totalmente inversa a la que ha imperado en el teatro del último siglo, pero que les ha funcionado. “Podríamos decir que esto es como la I+D del teatro contemporáneo. Pruebas, te arriesgas en los formatos. A veces no te sale, pero lo que sale lo acaba absorbiendo el teatro comercial. ¿Quién iba a imaginar hace 15 años una guitarra eléctrica en un escenario?”, opina Gisbert.
El nomadismo es la norma. Sin contar con los que directamente viven en el extranjero (Rodrigo García, Angélica Liddell, La Ribot), incluso veteranos como el director y dramaturgo Roger Bernat o el performer Juan Domínguez pasan buena parte del año fuera de España. Domínguez, por ejemplo, está en este momento en Uruguay ejerciendo de anfitrión en un festival nuevo llamado NIDO. “A veces se idealiza el norte de Europa, pero es cierto que algunos países tienen estructuras maravillosas que dan cobertura a todo el proceso de creación. Eso es lo que falta en España sobre todo: espacios para poder trabajar, no solo para la exhibición”, demanda Domínguez.
Espacios para poder trabajar. Residencias. Lugares para mezclarse. Estos artistas no buscan solo teatros para mostrar sus trabajos, sino centros de creación e investigación. En Barcelona, muchas compañías, entre ellas El Conde de Torrefiel y Societat Doctor Alonso, han crecido allí gracias a una provechosa red de apoyo a artistas contemporáneos que puso en marcha el Ayuntamiento de la ciudad hace 10 años (las llamadas Fábricas de Creación). En Madrid pretende hacer esta labor el Centro Internacional de Artes Vivas. Por eso buena parte de su actividad se desarrolla sin público: talleres, residencias, encuentros, clases…
Si los artistas cambian sus formatos, también deben cambiar los teatros que los acogen. Un ejemplo es la sala Pradillo, que inaugura este año una fórmula poco habitual para diseñar su temporada: en lugar de designar a un programador, el equipo gerente ha convocado a tres artistas (Diana Delgado-Ureña, Itxaso Corral y Jaime Vallaure) para que ejerzan como comisarios de la programación. “Hemos querido llamarnos comisarios en vez de programadores porque no elegimos obras acabadas para su exhibición, sino que invitamos a creadores a que vengan a desarrollar un proyecto”, explica Delgado-Ureña. Entre ellos hay gente tan diversa como la coreógrafa Amalia Fernández y la performer Esther Ferrer (que ahora protagoniza una exposición en el Reina Sofía).
¿Y el público? ¿También debe cambiar? “Decía Grotowski que el público como un todo no existe. Cada espectador es un individuo aislado en la oscuridad de la sala. Yo creo en la formación, en la mediación, en que la comunidad es capaz de integrarse en los discursos que plantean los creadores”, responde Mateo Feijóo. “Hay prácticas artísticas que se pueden comprender sin demasiado esfuerzo y otras que necesitan mediación”, opina Victoria Pérez Royo. “A veces lo que empieza como experimento acaba siendo asumido por el público como algo normal. Recuérdense, por ejemplo, aquellos espectáculos de Bob Wilson que parecían tan raros y hoy no sorprenden a nadie”, afirma Jaime Vallaure. “El público sabe bien lo que viene a ver, aunque no pueda clasificarlo”, asevera Tanya Beyeler. “Es lo bastante inteligente y sensible para superar las etiquetas”, considera Sofía Asencio, codirectora de Societat Doctor Alonso junto con Tomàs Aragay. Y concluye: “Al fin y al cabo, no estamos tan alejados. Todos perseguimos la poesía”.
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