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puro teatro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Después de la caída

Lluïsa Cunillé ha vuelto con 'Islàndia', una pieza mayor sobre los estragos de la crisis, dirigida por Xavier Albertí con formidable reparto

Marcos Ordóñez
Abel Rodríguez (izquierda) y Joan Carreras, en una escena de 'Islàndia'.
Abel Rodríguez (izquierda) y Joan Carreras, en una escena de 'Islàndia'.david ruano

He vuelto a escuchar la música de Lluïsa Cunillé, que desde hace unos años me llegaba un tanto deslucida en farsas repetitivas y demasiado ocupada en encargos; lejos, a mi juicio, de textos tan memorables como Libración, Privado, Barcelona mapa d’ombres o Après moi, le deluge. En Islàndia, escrita en 2009 y estrenada la semana pasada en el TNC (Barcelona), he vuelto a escuchar las voces de seres desnortados, misteriosos, supervivientes. Islàndia habla de la crisis. De miedo, mentiras y desconfianza; de hielo que se deshace sobre el abismo. Al principio me recordó, por semejanzas de forma y atmósfera, a Edmond, de David Mamet, pero si allí el maduro protagonista descendía a los infiernos neoyorquinos, aquí el Chico, valiente y con muchas preguntas (Abel Rodríguez, un prometedor intérprete de 15 años), llega a la misma ciudad buscando a su madre y acaba, desposeído y lúcido, conociendo el desierto de lo real. También es inevitable pensar en el Koltès de Muelle Oeste, al que los soberbios trabajos de Max Glaenzel (escenografía) e Ignasi Camprodón (luces) parecen homenajear.

Para mí algo no acaba de funcionar en el arranque, que transcurre en Islandia después de la caída. Paula Blanco y Jordi Oriol (la camarera y el empleado bancario, ambos en paro) están impecables, y la escena nos instala muy bien en la tonalidad desolada y casi onírica, y nos regala una sorpresa, pero me resulta demasiado larga, quizás lastrada por la explicación de la crisis y el pasaje de las leyendas fundacionales. Precisaría, pienso, algún recorte, aunque también puede ser un problema de ritmo, por las largas pausas que le imprime la dirección de Xavier Albertí.

En la segunda escena mi atención está ya plenamente prendida. Joan Anguera (el inventor) y Oriol Genís (el médico) parecen personajes de un relato de Capote o de Bradbury. Escucho a Anguera, muy cercano a Michael Gambon, en el rol del hombre que trae la lluvia, el enamorado de las nubes: el médico le llama farsante, pero sus ojos de niño y su angustia de adulto no me engañan. Oriol Genís siempre me ha gustado más en su clave dramática que en el registro de farsa, y aquí sirve su papel a caballo entre la hondura y la inquietud, plenamente matizado.

Lourdes Barba, la mujer de Harlem, es para mi gusto la criatura más koltesiana. Y la más inesperada, de quien el muchacho aprenderá algunas lecciones esenciales sobre cómo leer en los labios la letra pequeña. En pocas líneas, Cunillé y Barba nos hacen ver al personaje que perdió todos sus ahorros con la crisis y de repente se encontró en la calle, malvendiendo los restos del naufragio. De Harlem saltamos a una perrera del Bronx. Madrugada, frío intenso, perros abandonados, enloquecidos, casi tanto como su cuidador, Robinson (Albert Prat), un personaje que, ya desde su nombre, parece escapado de Viaje al fin de la noche. Hay amenaza en sus palabras y en la situación, encerrados él y el Chico en una claustrofóbica jaula de vidrio: tal vez sobra algún énfasis obsesivo en sus gestos.

En esta obra he vuelto a escuchar la música de Lluïsa Cunillé; las voces de seres desnortados, misteriosos y supervivientes

Joan Carreras borda a Delamarche, ese hombre que perdió su carnicería jugando al póquer y ahora malvive al frente de un puesto de hotdogs. Podría ser el padre del muchacho, y como tal le abraza, pero su cabeza está muy lejos: “Desde el 11 de septiembre”, dice, “en Manhattan todos tenemos un ojo hacia el suelo y otro hacia el cielo”. La siguiente escena no me atrapa como las anteriores. Albert Pérez defiende bien al trader de pringosa chaqueta verde, pero creo que al texto le falta definición y roza lo informativo, como sucedía al comienzo. Interpretación aparte, diría que es el pasaje más “podable” de la función.

Áurea Márquez es la madre, a la que el muchacho encuentra en la catedral de San Patricio, momento en el que emerge la antigua pasión pinteriana de Cunillé. Parece que madre e hijo están muy cerca, como si se hubieran visto el día anterior, pero poco a poco emerge la distancia y la incertidumbre: gran paradoja la de esa echadora de cartas cuyo futuro está borroso (o demasiado claro). El tono del diálogo es inmejorable, aunque tal vez la colocación, en un lateral, le reste fuerza. Y es fantástica, de escritura, interpretación y puesta, la escena final en Chinatown, donde el muchacho se reen­cuentra con dos viejos conocidos, y aunque uno de ellos pueda ofrecer la utopía, piensas que el chaval ya no está en Manhattan sino en las Tierras Altas, que así le dibujó a Robinson: “Es un desierto del centro de Islandia, donde estás tan solo que todo lo que piensas has de correr a decirlo en voz alta: si te lo guardas dentro te vuelves loco. Una vez me perdí allí un día entero, y desde entonces solo tengo miedo del peligro cuando quiero tener miedo”.

Otra recomendación: Casi normales (Next to normal), el musical de Yorkey y Kitt, muy bien dirigido por Luis Romero, con un superlativo y entregadísimo elenco. En el Barts (Barcelona), hasta el 29 de octubre. En breve se lo cuento.

‘Islàndia’, de Lluïsa Cunillé. TNC (Barcelona). Director: Xavier Albertí. Intérpretes: Abel Rodríguez, Joan Anguera, Oriol Genís, Lourdes Barba y Paula Blanco, entre otros. Hasta el 5 de noviembre.

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