Solo el fervor
Adam Zagajewski vindica apasionadamente el entusiasmo por la belleza y por la excelencia en las artes
Al cabo de muy poco tiempo una voz recién descubierta se vuelve familiar. Eso es señal de que ha despertado en uno afinidades profundas, y que lo va a seguir acompañando durante mucho tiempo, en parte porque ya lo acompañaba sin que uno lo supiera. Yo empecé a leer a Adam Zagajewski hace solo unos meses, pero sus libros ya han adquirido en mi casa, en mi mesa de trabajo, en la mesa de noche una presencia de cosas cercanas, una naturalidad de convivencia diaria. Se me ha vuelto familiar y querida la voz de Adam Zagajewski, aunque debería tal vez hablar mejor de dos voces, o de varias voces, entonaciones distintas de un solo aliento, intelectual y emocional, racionalista sin arrogancia y cautelosamente, casi educadamente visionario. Está la voz de los poemas, que es por naturaleza distinta de la que habla en los ensayos. Pero está también el hecho de que la voz, las voces me llegan traducidas, y además no a una sola lengua. Leí por primera vez poemas de Zagajewski traducidos al inglés, cuando buscaba pistas y conexiones sobre otros poetas polacos que ya me deslumbraban, Milosz primero, desde luego, y después Herbert y Szymborska. Un poema en traducción es una foto movida, un eco más que una voz. La poesía es tan difícil y hasta tan imposible de traducir porque está enraizada en la materia más literal del idioma. Pero aun así hay poetas que se dejan traducir mejor que otros. Lorca, Antonio Machado son los dos únicos poetas españoles que no faltan nunca en una buena librería americana, y la razón no es del todo la calidad suprema de los dos, o el mérito de los traductores. Hay algo en Machado y en Lorca que se preserva muy bien en las buenas traducciones inglesas, que sobrevive a la pérdida de la forma métrica y de la rima.
He tenido una sensación parecida comparando traducciones al inglés y al español de estos grandes poetas polacos. Reconozco la verdad profunda de sus voces en una lengua y en la otra, aunque no dejo de imaginarme con envidia la riqueza que tendrán en la suya. En el caso de Zagajewski como en el de Milosz ayuda también el hecho de que los dos son extraordinarios escritores en prosa. La prosa es más de este mundo que la poesía. Por eso no se pierde tanto al ser traducida. La nobleza y la hondura de los poemas de Czeslaw Milosz se reconoce en su escritura en prosa. La una y la otra se alumbran y se explican entre sí, sobre todo para un lector poco familiarizado con la cultura polaca y con las terribles condiciones históricas en las que se formó. Algo parecido sucede con Zagajewski, con una diferencia significativa: Zagajewski, en prosa y verso, es más irónico y quizás más voluble que Milosz, quizás porque no vio tan de cerca el horror.
Pero en los poetas polacos, Szymborska incluida, la ironía solo llega hasta cierto punto. La historia de su país en el siglo XX no ha dejado sitio para muchas bromas, y las que valía la pena que se hicieran podían llevar a sus autores a la cárcel o al silencio. Sometidos primero al terror nazi y luego al terror soviético, a la utopía aria y a continuación a la utopía comunista, los escritores polacos quedaron vacunados por igual contra las dos, a diferencia de una gran parte de sus colegas occidentales, y no pudieron permitirse nunca el lujo de la frivolidad ideológica, ni el de la frivolidad estética, con su añadidura de cinismo.
Hacía falta un coraje heroico para alzar la voz por escrito contra una dictadura policial. Otro coraje distinto es necesario en nuestra época y en países como el nuestro, o como la Polonia poscomunista, para ejercer esa “defensa del fervor” a la que dedica Adam Zagajewski el último libro suyo que he leído, en traducción castellana de A. Rubió y J. Slawomirski. Zagajewski vindica apasionadamente el entusiasmo por la belleza y por la excelencia en las artes, el vuelo de la espiritualidad que tiene su punto de partida y su arraigo en la celebración terrenal de las cosas, el impulso de fervor que hay en cualquier creación literaria o estética, que se corresponde con el fervor equivalente de quien disfruta de ella. En sus poemas, igual que en sus ensayos, está siempre la oscilación entre lo inmediato y tangible y lo misterioso, entre el disfrute sensual de la vida y las artes y una vocación o una necesidad de trascendencia que no es solo religiosa pero que se acerca al misticismo en un tanteo cauteloso, nada complaciente, muy inspirado por la lectura de Simone Weil.
La ironía, el sarcasmo, la sátira, la parodia han sido los grandes instrumentos de la modernidad estética: la corrosión dadaísta de las solemnidades; las narices torcidas y las caras descompuestas en los retratos de Picasso; el esperpento de Valle-Inclán. Derrumbados por el sarcasmo los templos y los santones que oficiaban en ellos, desbaratadas las retóricas de la mentira y del crimen, algo nuevo habrá que levantar sobre la tabla rasa, una vez retiradas las ruinas. Dice Zagajewski: “La ironía abre en los muros brechas muy provechosas, pero si no hubiera ningún muro, tendría que horadar la nada”.
Está bien la burla, pero todos sabemos que también llega el momento de ponernos completamente serios, y el de entregarnos sin reservas a algo, a la invención de una obra o a su contemplación apasionada, a un amor o a un oficio o a una causa que exigirán todas nuestras fuerzas sin ofrecernos a cambio ninguna garantía y ni siquiera esperanza de recompensa. En una época cínica en la que es elegante ponerlo todo entre comillas —esas comillas que dibujan con los dedos de las dos manos en el aire profesores y expertos—, Adam Zagajewski se atreve a usar con naturalidad palabras que le siguen pareciendo necesarias porque expresan las cuestiones fundamentales de la vida y del arte: la palabra belleza, la palabra inspiración, la palabra fervor. En nuestro fuero íntimo muchos de nosotros sabemos que nombran sensaciones y experiencias que son los dones mayores de nuestra vida, y que por eso han de ser tratadas con pudor y respeto, y hasta con cautela, para que no atraigan sobre nosotros la burla de quienes lo saben todo. Nos seduce una voz cuando dice cosas rotundas que llevamos tiempo sin escuchar: “Solo el fervor”, dice Adam Zagajewski, “es la materia prima de nuestras construcciones literarias”.
En defensa del fervor. Adam Zagajewski. Traducción de A. Rubió y J. Slawomirski. Acantilado, 2005. 216 páginas. 15 euros.
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