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fibras y confabulaciones
Columna
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Bernardo Vorace, inmortal y diabólico

El protagonista de la gran novela de Félix Francisco Casanova es capaz de cualquier villanía con tal de no mostrarse convencional

Félix Francisco Casanova.
Félix Francisco Casanova.

En 1974, un estudiante de 18 años publica una novela escrita en un arreón creativo. La obra lleva por título El don de Vorace. El joven escritor ha ganado con ella un certamen literario en Santa Cruz de Tenerife, donde reside. Su nombre es Félix Francisco Casanova. Vivirá poco. Cierto día de enero de 1976, aún no cumplidos los 20 años, un escape de gas mientras tomaba un baño segará su vida. Por suerte, los frutos afortunados de su talento precoz se siguen editando.

Bernardo Vorace Martín es la figura central de la novela, así como su única voz narradora. Es sobre todo una voz irreverente, la de un hombre joven que desea ponerse en claro consigo mismo y se rebela contra un mundo grotesco, poblado de gentes odiosas, del que no puede escapar por más que se empeñe. Vorace cuenta sucesos que ocurren ora en su presencia, muchos de ellos provocados por él con insanas intenciones, ora en sus sueños y delirios. Construida sobre la estructura de un soliloquio en el que se insertan las intervenciones orales de otros personajes, El don de Vorace alberga en sus páginas una sucesión de peripecias macabras, escenas de violencia, actos irracionales, pesadillas y visiones que denotan una capacidad imaginativa poco común.

El don mencionado en el título es el de la inmortalidad. Vorace desea morir a toda costa, pero no puede. El lector no conocerá el origen de tan prodigiosa circunstancia. Sabrá que a Vorace el don no le viene de familia, pues sus padres ya murieron o, mejor dicho, juzgado el caso desde la perspectiva del protagonista, lograron morir.

A él le está vedada esta posibilidad que envidia en otros. Al comenzar la novela vemos que se despierta tras un fracasado intento de suicidio. Vorace tiene un agujero en la sien, consecuencia del tiro que se pegó. Más adelante averiguaremos que con anterioridad había intentado poner fin a sus días ingiriendo píldoras o arrojándose por el balcón. En vano. Vorace está condenado para siempre a la vida terrenal con todos sus inconvenientes: cercanía de seres despreciables, dolor, hambre, penas, infortunios, frustración y lo que caiga. La vida es por así decir un infierno en el cual él ejerce de demonio.

Bernardo Vorace es también poeta. No tanto porque escriba versos como por su pericia para desfamiliarizar la realidad, sirviéndose a este fin de su propensión a expresarse con imágenes y de sus continuas invenciones oníricas y surrealistas. No se sabe bien en qué época ni en qué ciudad ocurre la parodia descarada y morbosa que nos está contando. ¿Qué sentido puede tener el transcurso del tiempo para un hombre inmortal? La mención a estrellas de la música popular contemporáneas de Casanova (B. B. King, Mick Jagger, John Lee Hooker) permite una imprecisa fijación de los hechos narrados en el presente del autor.

La inmortalidad despoja a Vorace de valores morales. Él se sabe o se considera superior a sus congéneres, por los que no siente el menor asomo de compasión. Dice: “Ser inmortal es ser Dios, y el valor del bien y del mal, la moralidad sólo residen en mí… Mi juicio será el correcto”. Se dejan imaginar las consecuencias a que puede conducir esta convicción profesada por un hombre que no oculta su sadismo. Tras seducir a Débora, la hija adolescente de la librera para la cual trabaja, la asesina tirándola al río. ¿La razón? La enamorada criatura le resulta cargante. No será este su único acto de crueldad. Vorace es capaz de cualquier villanía con tal de no mostrarse convencional y de no plegarse a las normas de conducta por las que se rigen las relaciones sociales.

Si el suicidio, por inviable, no lo ayuda a cumplir su objetivo de dejar de ser quien es, ¿por qué no intentar desvanecerse por otros medios? Una posibilidad que Vorace pone en práctica consiste en proyectarse en Santiago Moreno, poeta gaditano de los siglos XVI y XVII, del que tiene noticia por una antigua biografía. Incluso llega a asumir el yo de Moreno hasta que, por un libro que le presta un reo de muerte, descubre que el antiguo poeta en realidad era tan depravado como él, algo así como una versión similar de demonio humano con otro nombre y en otro tiempo.

Al fin, Vorace decide borrarse en la conciencia de cuantos lo conocen. Convocados todos en un sótano con el pretexto de una fiesta de disfraces, les echa veneno en los vasos y les pega fuego. Vorace es sentenciado a muerte. Se mofa del castigo. En el calabozo, pierde la memoria. No recuerda siquiera por qué lo van a ejecutar. Intenta estrangular con un rosario al sacerdote que viene a confesarlo. Después le incrusta los dedos en los ojos. Tiene alucinaciones. Mata a un pájaro.

El lector deberá resignarse a una duda final que la novela no resuelve. Consumada la ejecución, Vorace sueña que se halla tendido en la mesa de disección y escucha un diálogo entre el forense, el comisario y el sacerdote. ¿Ha muerto de verdad? Y si ha muerto, ¿por qué sueña? ¿Por qué no se ha detenido el relato? ¿Sigue Vorace condenado eternamente a conservar su don?

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