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‘¡Buona sera, locandiera!’

Buena oferta: 'L’hostalera', de Goldoni, ambientada en la Italia de los años sesenta, con canciones y rigatoni en el intermedio

Una escena de 'L'hostalera'.
Una escena de 'L'hostalera'.bito cels

Hay dos felices tierras adoptivas en el teatro de La Perla 29: Irlanda e Italia. Oriol Broggi y compañía se han paseado varias veces por una bota soñada de la mano de Pirandello y De Filippo, de Scola/Maccari/Fantoni en Una giornata particolare, y de Fellini e incontables películas y canciones en aquel palazzo mentale que fue 28 i mig. En la exitosa puesta de Pau Carrió, la dieciochesca locandiera de Goldoni transcurre en la Florencia de los años sesenta, y es un homenaje a la gran comedia popular italiana de Risi, Germi o De Sica. Si no recuerdo mal, L’hostalera no se daba en Barcelona desde 1995, cuando Belbel la montó en el Grec con Laura Conejero y Jordi Boixaderas. La locandiera es un sainete agridulce, luminoso y con vetas oscuras, como tantas piezas de Goldoni, que cuenta una eterna historia de guerra de sexos con una estructura peligrosa: dos protagonistas en primerísimo plano pero encerrados en un bucle, un segundo galán con tendencia a difuminarse, dos cómicos que pueden llevarse el gato al agua y dos cómicas que llegan para liarla un poco más, pero a las que, a mi juicio, les falta desarrollo. Sin embargo, la alquimia funciona siempre, y más que nunca en este montaje.

El espectáculo rebosa encanto, frescura y ganas de complacer al público; está al borde de la farsa, pero nunca pierde de vista la naturalidad y seduce gracias a una versión chispeante, un sexteto actoral que parece estar pasándoselo bomba y una ambientación formidable, firmada por Sebastià Brosa y el propio director. En la cripta de la biblioteca nos espera el vino en las mesas, sobre los manteles a cuadros, y los rigatoni en el intermedio. Perfume de trattoria, persianas de caña verde, canciones de la época: solo falta el petardeo de una Vespa. La arena sempiterna, que pisaron Antígona y el rey Lear y las criaturas de Mouawad o las hermanas de Dança d’agost, podría ser ahora la de la playa de La dolce vita, donde el encabronado señor Ripafratta (rebautizado Marcello) escribe a máquina con gafas de sol en el porche de la locanda. Lo interpreta David Verdaguer, que la temporada anterior fue Benedick en el Molt soroll per no res del TNC, y ambos comparten no poca misoginia de solterones. Su Ripafratta está muy bien dibujado, y evoluciona de la hosca antipatía hasta un conmovedor patetismo, culminado por la escena de la declaración (rendición, más bien) a los pies de la peligrosísima Mirandolina. Pero ahí no acaba la cosa, así que no destripo nada. Un silencio admirativo, que ahora entra la dama, codiciada por todos los hombres del lugar. Ojazos mitad gacela, mitad ave nocturna. Alto moño entre Penélope Cruz y Modesty Blaise. Laura Aubert, descubierta por Lluís Pasqual como un formidable talento cómico, ha modulado algún exceso farsesco de trabajos anteriores y aquí pisa fuerte, con autoridad y un humor muy matizado. Y, cosa fundamental, sensualidad: baste esa escena en la que descorcha una botella de Chianti sobre el muslo desnudo. Y preciosa la destilación de su melancolía final, cuando canta en griego aquel S’agapó de la Loren.

El espec­tácu­lo rebosa encanto, frescura y ganas de complacer al público, con un sexteto actoral que parece estar pasándoselo bomba

Que entren los clowns, por favor. La primera pareja está compuesta por Javier Beltrán (otro hallazgo de Pasqual, en El caballero de Olmedo) y Marc Rodríguez. A Beltrán nunca le había visto en ese registro y lo borda. El marqués de Forlipópoli del original se ha convertido en el marqués de la Flor de Albarracín, un noble español arruinado, roñoso y sablista que el actor interpreta, en una composición histriónica y tronchante, con la fachendería marrullera de Gassman y la golfancia de don Jaime de Mora y Aragón. Su rival, el conde de Albafiorita, es ahora un nuevo rico al que Marc Rodríguez, con muchas horas de vuelo en lo dramático y creciente punch humorístico (sensacional en la escena de la borrachera), da un aire a Ugo Tognazzi. Juegan de maravilla al pimpón imaginario y no dejan escapar ni una volea: me reí mucho con los dos.

Y ahora entran las payasas: Hortensia (Júlia Barceló) y Dejanira (Alba Pujol), dos cómicas de la legua buscándose la vida. Deliciosas ambas, pero Alba Pujol me robó el cuore: solo le falta un ukelele para convencernos de que baja del tren de Con faldas y a lo loco. Lástima, como decía al principio, que a esos personajes les falte amplitud. Y un poco pálido también (textualmente, ojo) el dibujo del camarero Fabrizio. Jordi Oriol lo defiende con brío, pero no puede ir mucho más allá del perfil de amante desconcertado y a la espera: quizás por eso Carrió le regala Perdonami, de Luciano Tajoli, y en el intermedio Un baccione a Firenze, de Spadaro. Hablando de canciones, es un placer ver a un equipo de intérpretes que también cantan y tocan (incluido el regidor, Marc Serra): piano, guitarra, violín, saxo, batería, percusiones y kazoo. Hay una versión saladísima del mambo Patricia; Verdaguer canta Non esiste l’amore, de Celentano (que le va al pelo al personaje), y todos se despiden con Mamma mia en versión de Carosone. Merecidos llenazos. ¡Que gire y gire!

L’hostalera, de Carlo Goldoni. Biblioteca de Catalunya (Barcelona). Director: Pau Carrió. Intérpretes: Laura Aubert, David Verdaguer, Javier Beltrán, Marc Rodríguez, Alba Pujol, Júlia Barceló y Jordi Oriol. Hasta el 5 de marzo.

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